Son incontables las formas de definir
el duelo. Es un intento de reordenar
la vida, después de contactar con el poder desordenante de la muerte. Es un
ascensor que, con algunas paradas inesperadas, nos mueve desde lo
más hondo de la pérdida hacia
una forma nueva de estar en el mundo. Es una respuesta orgánica del ser humano, para poder sostenerse
y continuar con la vida, ante
una experiencia de muerte. Es un puente que une dos vidas lejanas:
una conocida y habitada, antes de la pérdida; y otra desconocida e inexplorada,
después de ella. Es, en última instancia, lo que nos desafía a reinventar los
que éramos, mientras aprendemos a (con)vivir con lo que acabamos de perder.
Suelo decir “buenos días” cuando
saludo a las personas, pero acá, en el cementerio, las reglas parecen ser
otras. Cuando estoy por acercarme a la zona donde se encuentra mi papá,
descubro —al preguntarle a un trabajador— que me falta un dato esencial para
ubicar su sepultura: el tablón. Para encontrar a alguien aquí se necesita una
coordenada completa: sección, manzana, tablón y sepultura. Además, no se dice
tumba, se dice sepultura. Es llamativo, sospecho, cómo la muerte también
necesita de sus propios nombres y distinciones, de un sistema de orden para darle
sentido a lo irreparable.
Ese trabajador se me acerca con
intención de ayudar y me pregunta hace cuánto falleció la persona que busco. ¿Sabrá
que se trata de mi papá? ¿Será importante ese dato? Me enfoco solo en lo que
necesita. Le digo que hace unos diez días. Me responde: “Debe andar por acá”,
mientras me hace un gesto amplio con la mano, como señalando toda la zona. Después
me pregunta el apellido. Le digo: “Wersocky, Matías Wersocky”. Al decirlo,
siento que me nombro a mí mismo. Como si con la muerte de mi papá, algo en mí
también se hubiera ido. ¿Qué de mí murió con él? El hombre intenta
llamar a alguien de la recepción del cementerio, pero no le contestan. Entonces
me pide que le deletree el apellido. Lo hago. Envía un mensaje por WhatsApp, y
luego un audio, pidiendo que por favor le pasen la ubicación exacta. Antes de
volver a su trabajo con los otros muchachos, me dice que me quede cerca, que en
cuanto le respondan me va a avisar. Le agradezco. Se va.
El duelo duele en todo nuestro
ser. La palabra “duelo” viene del latín dolus, que significa
justamente eso: dolor. Es un dolor que nos afecta por todos lados al mismo
tiempo. Nos puede doler el cuerpo: sentimos cansancio, nos duele la
espalda, perdemos el apetito, dormimos mal o demasiado, incluso se nos puede
caer el pelo. También la cabeza se nos llena de cosas: aparecen
recuerdos, pesadillas, nos cuesta concentrarnos o nos invaden los mismos
pensamientos una y otra vez. Las emociones se enredan: tristeza, enojo,
miedo, culpa, angustia, impotencia. En lo social, también hay cambios:
algunos necesitan estar solos, otros buscan estar acompañados, y a veces ni
sabemos cómo hablar con los demás o qué decir. Incluso nos toca en lo más
profundo de lo espiritual: empezamos a preguntarnos por el sentido de la
vida, por la muerte, por nuestras creencias, cambian nuestras prioridades,
nuestra forma de ver las cosas. En el
fondo, el duelo nos recuerda que somos seres holísticos y por eso es necesario
estar abiertos a sentir, a escuchar, a recibir apoyo y acompañar este dolor total
sin invadirlo ni apurarlo.
Sigo dando vueltas, revisando
nombres y apellidos, buscando fechas y mirando las referencias en el piso, pero
no encuentro nada. ¿Será que mi papá sigue en el lugar donde nos despedimos
hace solo unos días? De repente, me cruzo con un chico con una remera que dice
"cementerio". Le pregunto cómo se llama, y me responde Matías; le digo, al igual que yo -y que él- “Un
gusto”. Le cuento que estoy buscando a mi papá, me cuesta aún decir "la
sepultura" o "la tumba". Le pregunto si tiene alguna
información. Inmediatamente me pregunta por la sección, la manzana y la
sepultura. Le digo todo, pero me falta el número del tablón. Luego, me repite
la misma pregunta que me hizo la persona anterior: la fecha de fallecimiento,
nombre y apellido de mi papá. Al escuchar los datos, parece reconocer la
información. Me pregunta si puede ser que haya hablado con su pareja hace unos
días. Le respondo que es posible. Me guía hasta el lugar y me dice: "Creo
que es aquí". Y efectivamente, era allí. Nos quedamos hablando de mi papá,
como si ahora él fuera solo un lugar.
En el duelo, duele todo: el
pasado, el presente y el futuro. El pasado duele porque ahora lo miramos
desde la ausencia. Lo que no fue, lo que no llegamos a compartir y lo que quedó
pendiente pesa distinto. Muchas veces, idealizamos lo que perdimos, los
recuerdos se agrandan con distorsiones por la ausencia. Hasta lo vivido duele,
porque lo vemos desde lo que ya no está. El presente duele también porque la
falta es concreta. Esa persona ya no forma parte de nuestros días. Y el futuro
duele, claro que sí, porque nos confronta con todo lo que no va a pasar: los
planes que teníamos, los sueños compartidos, los momentos que imaginábamos, las
celebraciones que no serán. El duelo, en esencia, se vive en tres tiempos a
la vez.
Me sorprende lo que encuentro. La
última vez que estuve ahí, solo había tierra desparramada, mal puesta. Ahora
hay plantas y flores que parecen haberse sumado a su lugar, como si quisieran
construir con él un nuevo proyecto de vida. A los costados hay dos flores, y
cuando el sol las enfoca, sus pétalos reflejan la luz hacia los vecinos de mi
papá. Uno de ellos se llama Néstor. Del otro no sé nada, no hay nombre a la
vista, o al menos yo no lo veo. Matías, el chico que me acompañó, me dice que
enseguida vuelve, que va a buscar agua para las flores que yo traje. Antes de
irse, mueve uno de los girasoles grandes que estaba tapando el nombre de mi
papá en la cruz. Me costó sostener la mirada sobre su nombre que refracta mi
propia pérdida. Leo también la fecha: 04 de abril. Y me cuesta caer en la
cuenta de que fue hace tan poco. En ese momento, me viene a la cabeza el poema Funeral
Blues de Auden: Paren todos los relojes, descuelguen el teléfono... / Ya
no deseo las estrellas: apáguenlas todas / Llévense la luna y desmantelen el
sol / Vacíen el océano y talen los bosques / Porque ya nada puede volver a ser
como antes.
Cada persona atraviesa el duelo a su manera, pero muchas veces nos movemos entre dos extremos: escapar por completo del dolor o quedarnos pegados a él todo el tiempo. Cuando intentamos evadirlo, lo escondemos, lo negamos o lo dejamos para después. Pero eso no hace que desaparezca: solo lo depositamos en una olla a presión que en algún momento va a estallar. Pero si estamos en contacto constante con la pérdida, corremos el riesgo de quedarnos atrapados ahí. Toda nuestra energía se va en el dolor, y poco a poco nos desconectamos de la vida. Lo importante es no irnos a ninguno de esos extremos. Ni huir del dolor, ni quedarnos a vivir en él. Es encontrar una distancia justa, un punto de equilibrio que nos permita seguir adelante sin negar lo que sentimos.
Matías vuelve con la regadera,
llena de agua el pequeño recipiente a los pies de la sepultura y me dice:
“Listo, ahora podés poner las flores”. También se toma un momento para limpiar
la cruz, porque el "RIP" estaba cubierto de tierra y casi no se leía.
Cuando termina, me avisa: “Ahí quedó”. Y de alguna forma, ahora es oficial: mi
papá descansa en paz. Me quedo un rato con él. No hace falta decir nada. El
silencio de ese momento hace también camino. Quiero agradecerles a Matías y al
otro hombre que me ayudó, pero ya no los veo por ahí. Entonces decido emprender
la vuelta. En el trayecto, me cruzo con muchas personas que, como mi papá,
también se fueron hace poco. Y pienso que quizás la muerte no rompe los
vínculos: solo los transforma.
Este artículo fue
elaborado sobre la base del libro “Iluminando el duelo: orientación y recursos
para transitarlo sanamente”, de Mabel Weiskoff (Editorial Bonum, 2023) y lo abordado
en el “Curso Anual de Especialización en Counseling en Duelo” a cargo de las prof.
Mabel Weiskoff y Marcela Masserano (DOLUS, 2025).
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