viernes, 16 de mayo de 2025

Cuaderno de lo irreversible: El duelo en escena

mayo 16, 2025 Posted by Matías No comments
Hoy decido ir al cementerio, después de haberlo sobrepensado durante días. Ayer compré flores que no conocía en una florería cerca de casa. La encargada me dijo que eran crestas de gallo. Nunca las había escuchado nombrar. Son flores curvadas, sedosas, arrugadas, casi artificiales, que producen un contraste visual inesperado con su entorno. Cuando llegué a casa, las puse en una jarra azul con abundante agua, siempre con cuidado, y traté de tenerlas cerca de mi todo el tiempo. Sin darme cuenta, empecé a crear pequeños rituales, para poder hacer frente al dolor de su muerte.

Son incontables las formas de definir el duelo. Es un intento de reordenar la vida, después de contactar con el poder desordenante de la muerte. Es un ascensor que, con algunas paradas inesperadas, nos mueve desde lo más hondo de la pérdida hacia una forma nueva de estar en el mundo. Es una respuesta orgánica del ser humano, para poder sostenerse y continuar con la vida, ante una experiencia de muerte. Es un puente que une dos vidas lejanas: una conocida y habitada, antes de la pérdida; y otra desconocida e inexplorada, después de ella. Es, en última instancia, lo que nos desafía a reinventar los que éramos, mientras aprendemos a (con)vivir con lo que acabamos de perder.

Suelo decir “buenos días” cuando saludo a las personas, pero acá, en el cementerio, las reglas parecen ser otras. Cuando estoy por acercarme a la zona donde se encuentra mi papá, descubro —al preguntarle a un trabajador— que me falta un dato esencial para ubicar su sepultura: el tablón. Para encontrar a alguien aquí se necesita una coordenada completa: sección, manzana, tablón y sepultura. Además, no se dice tumba, se dice sepultura. Es llamativo, sospecho, cómo la muerte también necesita de sus propios nombres y distinciones, de un sistema de orden para darle sentido a lo irreparable.

Ese trabajador se me acerca con intención de ayudar y me pregunta hace cuánto falleció la persona que busco. ¿Sabrá que se trata de mi papá? ¿Será importante ese dato? Me enfoco solo en lo que necesita. Le digo que hace unos diez días. Me responde: “Debe andar por acá”, mientras me hace un gesto amplio con la mano, como señalando toda la zona. Después me pregunta el apellido. Le digo: “Wersocky, Matías Wersocky”. Al decirlo, siento que me nombro a mí mismo. Como si con la muerte de mi papá, algo en mí también se hubiera ido. ¿Qué de mí murió con él? El hombre intenta llamar a alguien de la recepción del cementerio, pero no le contestan. Entonces me pide que le deletree el apellido. Lo hago. Envía un mensaje por WhatsApp, y luego un audio, pidiendo que por favor le pasen la ubicación exacta. Antes de volver a su trabajo con los otros muchachos, me dice que me quede cerca, que en cuanto le respondan me va a avisar. Le agradezco. Se va.

El duelo duele en todo nuestro ser. La palabra “duelo” viene del latín dolus, que significa justamente eso: dolor. Es un dolor que nos afecta por todos lados al mismo tiempo. Nos puede doler el cuerpo: sentimos cansancio, nos duele la espalda, perdemos el apetito, dormimos mal o demasiado, incluso se nos puede caer el pelo. También la cabeza se nos llena de cosas: aparecen recuerdos, pesadillas, nos cuesta concentrarnos o nos invaden los mismos pensamientos una y otra vez. Las emociones se enredan: tristeza, enojo, miedo, culpa, angustia, impotencia. En lo social, también hay cambios: algunos necesitan estar solos, otros buscan estar acompañados, y a veces ni sabemos cómo hablar con los demás o qué decir. Incluso nos toca en lo más profundo de lo espiritual: empezamos a preguntarnos por el sentido de la vida, por la muerte, por nuestras creencias, cambian nuestras prioridades, nuestra forma de ver las cosas.  En el fondo, el duelo nos recuerda que somos seres holísticos y por eso es necesario estar abiertos a sentir, a escuchar, a recibir apoyo y acompañar este dolor total sin invadirlo ni apurarlo.

Sigo dando vueltas, revisando nombres y apellidos, buscando fechas y mirando las referencias en el piso, pero no encuentro nada. ¿Será que mi papá sigue en el lugar donde nos despedimos hace solo unos días? De repente, me cruzo con un chico con una remera que dice "cementerio". Le pregunto cómo se llama, y me responde Matías; le digo, al igual que yo -y que él- “Un gusto”. Le cuento que estoy buscando a mi papá, me cuesta aún decir "la sepultura" o "la tumba". Le pregunto si tiene alguna información. Inmediatamente me pregunta por la sección, la manzana y la sepultura. Le digo todo, pero me falta el número del tablón. Luego, me repite la misma pregunta que me hizo la persona anterior: la fecha de fallecimiento, nombre y apellido de mi papá. Al escuchar los datos, parece reconocer la información. Me pregunta si puede ser que haya hablado con su pareja hace unos días. Le respondo que es posible. Me guía hasta el lugar y me dice: "Creo que es aquí". Y efectivamente, era allí. Nos quedamos hablando de mi papá, como si ahora él fuera solo un lugar.

En el duelo, duele todo: el pasado, el presente y el futuro. El pasado duele porque ahora lo miramos desde la ausencia. Lo que no fue, lo que no llegamos a compartir y lo que quedó pendiente pesa distinto. Muchas veces, idealizamos lo que perdimos, los recuerdos se agrandan con distorsiones por la ausencia. Hasta lo vivido duele, porque lo vemos desde lo que ya no está. El presente duele también porque la falta es concreta. Esa persona ya no forma parte de nuestros días. Y el futuro duele, claro que sí, porque nos confronta con todo lo que no va a pasar: los planes que teníamos, los sueños compartidos, los momentos que imaginábamos, las celebraciones que no serán. El duelo, en esencia, se vive en tres tiempos a la vez.

Me sorprende lo que encuentro. La última vez que estuve ahí, solo había tierra desparramada, mal puesta. Ahora hay plantas y flores que parecen haberse sumado a su lugar, como si quisieran construir con él un nuevo proyecto de vida. A los costados hay dos flores, y cuando el sol las enfoca, sus pétalos reflejan la luz hacia los vecinos de mi papá. Uno de ellos se llama Néstor. Del otro no sé nada, no hay nombre a la vista, o al menos yo no lo veo. Matías, el chico que me acompañó, me dice que enseguida vuelve, que va a buscar agua para las flores que yo traje. Antes de irse, mueve uno de los girasoles grandes que estaba tapando el nombre de mi papá en la cruz. Me costó sostener la mirada sobre su nombre que refracta mi propia pérdida. Leo también la fecha: 04 de abril. Y me cuesta caer en la cuenta de que fue hace tan poco. En ese momento, me viene a la cabeza el poema Funeral Blues de Auden: Paren todos los relojes, descuelguen el teléfono... / Ya no deseo las estrellas: apáguenlas todas / Llévense la luna y desmantelen el sol / Vacíen el océano y talen los bosques / Porque ya nada puede volver a ser como antes.

Cada persona atraviesa el duelo a su manera, pero muchas veces nos movemos entre dos extremos: escapar por completo del dolor o quedarnos pegados a él todo el tiempo. Cuando intentamos evadirlo, lo escondemos, lo negamos o lo dejamos para después. Pero eso no hace que desaparezca: solo lo depositamos en una olla a presión que en algún momento va a estallar. Pero si estamos en contacto constante con la pérdida, corremos el riesgo de quedarnos atrapados ahí. Toda nuestra energía se va en el dolor, y poco a poco nos desconectamos de la vida. Lo importante es no irnos a ninguno de esos extremos. Ni huir del dolor, ni quedarnos a vivir en él. Es encontrar una distancia justa, un punto de equilibrio que nos permita seguir adelante sin negar lo que sentimos.

Matías vuelve con la regadera, llena de agua el pequeño recipiente a los pies de la sepultura y me dice: “Listo, ahora podés poner las flores”. También se toma un momento para limpiar la cruz, porque el "RIP" estaba cubierto de tierra y casi no se leía. Cuando termina, me avisa: “Ahí quedó”. Y de alguna forma, ahora es oficial: mi papá descansa en paz. Me quedo un rato con él. No hace falta decir nada. El silencio de ese momento hace también camino. Quiero agradecerles a Matías y al otro hombre que me ayudó, pero ya no los veo por ahí. Entonces decido emprender la vuelta. En el trayecto, me cruzo con muchas personas que, como mi papá, también se fueron hace poco. Y pienso que quizás la muerte no rompe los vínculos: solo los transforma.

Este artículo fue elaborado sobre la base del libro “Iluminando el duelo: orientación y recursos para transitarlo sanamente”, de Mabel Weiskoff (Editorial Bonum, 2023) y lo abordado en el “Curso Anual de Especialización en Counseling en Duelo” a cargo de las prof. Mabel Weiskoff y Marcela Masserano (DOLUS, 2025).

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