Empecé a ir a las sesiones flotantes gracias a un regalo inesperado. Un consultante de mi práctica de counseling me ofreció una sesión después de haber trabajado juntos en un proceso supervisado de cinco encuentros. La verdad, no tenía idea de qué se trataba, así que me puse a averiguar. Descubrí que la terapia de flotación consiste en recostarse en una pileta de aislamiento sensorial con agua a temperatura corporal y con sulfato de magnesio (sales de Epsom). El cuerpo flota sin esfuerzo, como si fuese un corcho. Quise saber un poco más, y me encontré con que esta práctica tenía muchos efectos positivos: ayuda a calmar el estrés y la ansiedad, alivia dolores crónicos, mejora el sueño y también favorece la introspección y la meditación. Nunca me imaginé que algo tan simple como flotar significara un modo de volver a mí -y a él-
El consultante me animó a probar;
me contó que a él le había hecho muy bien. “Hola, Matías, recién salgo de una
sesión en el flotario. Súper relajante”, “…Esta vez me quedé dormido a la mitad
de la sesión con la música puesta, luego se cortó y me quedé despierto”. “Podés
salir a un patio y tomarte un té. Muy agradable el lugar”. Me decidí a ir, y la
primera vez que fui, me tocó la pileta de arriba que es sin tapa. La
experiencia me resultó tan fascinante como inquietante. Estar casi una hora
flotando en una pileta individual fue algo completamente nuevo para mí. Cuando
salí de allí, la realidad me esperaba, pero yo estaba en otro ritmo. Me
ofrecieron algo para tomar y "aterrizar" de a poco, y lo acepté sin
dudar. Me preparé un té de canela. Todo se sentía distinto, estaba entre letárgico
y espectral, como si algo dentro mío se hubiese reacomodado o movido para bien.
Esa tarde, al llegar a casa, dormí una siesta larga con una profundidad
desconocida, algo que no me pasaba hacía varios días. Después de esa oportunidad,
volví varias veces más al flotario.
La mañana en que falleció mi
papá, estaba yendo casualmente a una sesión de flotación. Me acuerdo de que esa
vez me tocaba usar el flotario con tapa. En realidad, era un regalo de
cumpleaños que le había hecho a mi hermana, pero unos días antes, ella me había
dicho que no iba a poder ir por un imprevisto, así que me ofreció su lugar.
Acepté. Cuando recibí la noticia de mi papá, lo primero que pensé fue en
cancelar. ¿Cómo iba a encerrarme en esa cápsula cavernosa en medio de semejante
dolor? Pero después cambié de opinión: flotar podía ayudarme a no hundirme, porque
el agua, con su presencia salina, podría sostenerme, aun cuando todo adentro mío
se estuviera cayendo en picada. Y así, sin planearlo, ese regalo que no era mío
se convirtió en algo mucho más revelador de lo que imaginaba.
Elizabeth Kübler-Ross (1926-2004)
fue una psiquiatra suiza-estadounidense, pionera en los estudios de duelo,
pérdida y muerte. En su libro Lecciones de vida, escrito junto a David
Kessler, comparte una reflexión profunda sobre la "Lección de la
pérdida", a partir del intercambio que mantuvo con un alumno:
Un estudiante de psicología que
estaba terminando la carrera se debatía interiormente debido a la pérdida que
supondría la muerte de su abuelo, el cual había contribuido a su educación y
estaba gravemente enfermo. Según dijo, parte de su conflicto residía en la decisión
de aplazar su último año de estudios para pasar más tiempo con él. Pero también
se sentía impelido a terminar la carrera en aquel momento, porque estaba aprendiendo
mucho sobre la vida.
-Lo que estoy aprendiendo ahora
en la facultad -explicó-, me está ayudando de verdad a crecer como persona.
-Si quieres crecer como persona y
aprender, debes darte cuenta de que el universo te ha matriculado en un
curso de posgrado de la vida llamado «pérdida» -le respondí. Al final
perdemos todo lo que tenemos; sin embargo, lo que de verdad importa no se pierde
nunca. Nuestras casas, coches, empleos y dinero, nuestra juventud e incluso nuestros
seres queridos son sólo un préstamo. Como todo lo demás, nuestros seres queridos
no nos pertenecen. Pero esta realidad no tiene que entristecernos, sino
todo lo contrario, pues nos permite valorar más las múltiples y maravillosas
experiencias y cosas de las que disfrutamos durante nuestra vida en este mundo.
Si la vida es una escuela, la
pérdida es, en muchos aspectos, la asignatura más importante del programa de
estudios. Cuando sufrimos una pérdida, experimentamos también el cariño que
nuestros seres queridos (y a veces incluso los desconocidos) sienten por
nosotros en nuestros momentos de necesidad. Una pérdida es un vacío en nuestro
corazón, pero es un vacío que reclama más amor y que nos permite albergar el de
los demás.
Esa misma sensación de vacío y fragilidad
del amor la experimenté cuando entré a la pileta y cerré la tapa, aislándome así
del mundo exterior. Me puse los tapones para los oídos y agarré la almohadilla para
apoyar mi cabeza. Ni bien me acosté, me empecé a sentir a la deriva, sin
dirección, vacilante. Una música suave comenzó a llenar el espacio blindado y
la cámara se iluminó de estrellas, mientras un aire fresco empezaba a entrar
por las aberturas de los laterales. ¿Podría mi papá estar en alguna de esas
estrellas tan cercanas a mí? El aire se sentía algo espeso, me costaba
respirar, no sabía si era por la sal o por la angustia. Suspendido en ese
líquido amniótico, regresé a mis primeros momentos emocionales y, así, mi
cuerpo recordó lo que mi mente había olvidado: esa sensación de estar seguro en
el útero materno, mi primer domicilio, sin saber aún qué era el mundo. Volví a
los inicios fundantes, donde todo era silencio, latido, intuición y el futuro
aún no tenía forma. ¿Será que, a veces, para seguir adelante hay que volver
primero al lugar donde todo empezó?
Durante la sesión de flotación,
algo dentro de mí no lograba aplacarse. Mi cuerpo se movía constantemente de un
lado a otro, buscando una posición que mi mente no lograba encontrar. Era como
si lo físico intentara compensar el desorden interno de pensamientos,
emociones, recuerdos y experiencias que se sucedían sin un rumbo claro. En
medio de esa tormenta personal, apareció, de pronto, una imagen nítida. Mi
papá, acompañándome a inscribirme en la facultad de ingeniería, allá por los
primeros años del 2000. Era plena crisis económica, social y política en
Argentina, y, sin embargo, él estaba ahí. Presente. No decía mucho, no
intervenía demasiado, pero acompañaba mis primeros momentos del camino hacia la
vida adulta. Y entonces recordé que el amor es un sentimiento que tiene que ver
más con el dar que con el recibir. A veces se da tiempo, a veces silencio, a
veces palabras, a veces compañía, a veces lo que se puede. Es dar desde lo que
uno puede. Suena simple, pero no lo es. Cuanto más amor doy, más amor siento. Dejar
de esperar -o buscar menos- y empezar a ofrecer más.
Y, como un eco inevitable, aparece
no sé de dónde el recuerdo del último cumpleaños que compartimos con mi papá, allá
por 2017. Vino a visitarme al departamento en donde vivía en aquel entonces, en
pleno microcentro. Después de ese día, no volvimos a vernos cara a cara. No
hasta que supimos de su internación. Casi nueve años sin vernos ¿Es posible que
un duelo empiece cuando aún hay vida, pero deja de haber encuentro? ¿Y si parte
del dolor por la muerte es también el dolor por lo que no se resolvió antes?
La muerte de mi papá ocurrió a los
dos y tres días del cumpleaños de mi hermana y mio. Fue como si el universo -o
no sé qué- hubiera decidido que el celebrar y el despedir cohabitaran. Es la dualidad
de la vida. O, mejor dicho, la sabiduría circular del tiempo que nos recuerda
que todo lo que comienza lleva implícito un final, y que, a su vez, cada final,
de algún modo, nos empuja también hacia un nuevo comienzo. Como dice Kübler-Ross,
del mismo modo que no hay bien sin mal ni luz sin oscuridad, no hay pérdida sin
crecimiento. Pero que, por muchas pérdidas y finales que se produzcan en
nuestra vida, siempre hay nuevos comienzos a nuestro alrededor. El ciclo de la
vida nunca deja de manifestarse. Ella comparte al respecto la siguiente
anécdota en la "Lección de la pérdida":
Una noche, ya tarde, me encontraba
en el departamento oncológico de un hospital visitando a un paciente. Allí,
hablé con una enfermera que se sentía desolada porque acaba de perder a un
enfermo.
- ¡Es la sexta persona que he
visto morir en esta semana-se lamentó- No lo soporto más. No puedo presenciar
una pérdida tras otra y tras otra. Es como si no existiera un final; no sé si
esto acabará algún día.
Pregunté a aquella enfermera
sensible si podía hacer una pausa para caminar conmigo. Antes de que pudiera
responder, la tomé con suavidad de la mano y nos dirigimos a otra ala del hospital.
Después de doblar una esquina, entramos en la zona de la maternidad y la
conduje hasta la cristalera que nos separaba de los bebés recién nacidos. Observé
su rostro mientras contemplaba aquellas vidas nuevas como si nunca hubiera
presenciado una escena semejante.
-Debido al trabajo que realiza
-le dije-, tendría que venir aquí con frecuencia para recordar que la vida no
solo consiste en sufrir pérdidas.
Y, así, de la nada, me avisan por el parlante que la sesión ya había terminado, y me preguntan si todo estaba bien. Contesto que sí, que ya salía. Cuando logro abrir la tapa del flotario, todo se siente igual, pero yo no tanto, algo cambió. No termino de entender si me siento con más fuerzas para seguir adelante, o mejor preparado para poder empezar a levantarme de la caída. Esta vez no tomo el té, no hace falta. La realidad que me espera afuera me resulta menos hostil. Es más, me recibe con una suavidad que antes no notaba, y con eso me basta para dar los primeros pasos, aunque fuera de a poco.
0 comments:
Publicar un comentario