Todo lo que hacemos en nuestra vida —trabajar,
estudiar, salir con amigos, viajar, escuchar música, ver películas o crear proyectos—
lo hacemos, en el fondo, por algo. Aristóteles, en Ética a Nicómaco, obra
que probablemente haya dedicado a su hijo Nicómaco, explica que ese algo es la felicidad,
o como él la llama en griego, eudaimonía. La felicidad es lo único que
deseamos por sí mismo, no como un medio para otra cosa. Por eso, todas
nuestras acciones, de una forma u otra, apuntan hacia ella. Es el fin más
alto, el bien supremo. Pero para Aristóteles, la felicidad no es un momento
placentero ni una emoción pasajera, sino es el resultado de vivir de manera virtuosa
y racional durante la vida entera. Una vida virtuosa es vivir con prudencia,
justicia, valentía, templanza y otras virtudes que se adquieren y desarrollan mediante
la práctica y el hábito; mientras que una vida racional es pensar antes de
actuar, elegir con prudencia y responder con sabiduría a lo que la vida nos
presenta. En definitiva, la felicidad se cultiva día a día en nosotros, a
partir de la forma en que elegimos vivir, decidimos y actuamos.
Cada vez que llego a la clínica, necesito quedarme un rato afuera. No puedo entrar de inmediato. Entonces me quedo cerca de la puerta de entrada, y miro a la calle, a la gente que pasa, a los coches estacionados. De vez en cuando miro el azar del cielo, otras veces, me quedo observando las baldosas partidas del piso. Reviso el celular sin prestar demasiada atención, leo mensajes antiguos, escucho audios que ya escuché. Me concentro en las hojas de los árboles que ya se cayeron. Estiro el tiempo todo lo que puedo, para ganar un poco de potencia. Me invento excusas para un aún-no-entrar. Es una especie de ritual, una coreografía del dolor, que me permite, al menos por un momento, juntar los pedazos sueltos de mí mismo en mí mismo antes de cruzar esa puerta que vuelve a partirme en nuevos pedazos. Y entre una cosa y otra, sigo sin saber si lo que estoy haciendo es empezar a despedirme de él, muy de a poco, o aferrarme con desesperación a lo último que queda de él.
En camino a la habitación 208, saludo a médicos/as y enfermeros/as. El día afuera está radiante, acá, no lo sé. Entro y lo veo a mi papá, que empieza a incorporarse después de estar acostado. Me suele contar cómo pasó sus días. Le preocupa la hinchazón en las piernas. También me habla de los/as profesionales que lo visitan a diario. El día anterior, me confesó que pasó una asistente social y le preguntó si quería ver a un párroco. Le respondió que no. Un psiquiatra y una psicóloga se dieron una vuelta también por ahí. Lo noto entregado. Me dice, despacio, que ya no hay mucho más que se pueda hacer por él, con él. Me cuenta además que le cuesta dormirse, que se despierta de madrugada y ya no logra volver a conciliar el sueño. Me habla de los “rescates”, las dosis de morfina que puede pedir: cuatro o cinco al día, como máximo. A veces le preocupa haber usado varios rescates y que no le queden suficientes para el resto del día. Cada vez que pide uno, me dice, le preguntan con una voz suave y, a la vez, firme: “Matías, ¿qué anda pasando?” No me comparte la respuesta a eso que le preguntan.
Con mi papá charlamos sobre el trabajo, algo central en su vida, y me pregunta por mi situación laboral actual, que es cada vez más inestable y endeble, pero no le digo mucho para no preocuparlo. Insiste: “¿seguís con tus laburos?, está todo bien, ¿no?, venís bien, ¿verdad?” Le aseguro que todo marcha bien y prefiero esquivar los detalles. Le armo, entonces, una respuesta despejada de toda realidad, cuidada, que lo deje en paz. Me escucha y asiente, está satisfecho, como si ya supiera lo que iba a decir. Por momentos, me pregunta por empleos que nunca tuve o por viajes que jamás hice. Simplemente, me acomodo a su relato, sin corregirlo ni contradecirlo. Después de un silencio, sin aviso previo, cambia de tema de golpe y empieza a hablarme de la felicidad. Me mira serio y me aconseja que busque mi felicidad, que no le preste tanta atención a los demás. Me cuenta que él se equivocó, por escuchar demasiado a otros. Vuelve con que haga lo que me haga bien, sin dar tantas vueltas y sin explicarle nada a nadie. Que si los de afuera quieren opinar, que lo hagan, pero que no me deje influenciar.
La felicidad no es neutra. Desde la infancia se nos enseña, por
lo general, que formar una familia (heterosexual), tener hijos, contar con un
estudio, lograr un buen trabajo, consumir ciertos productos, tener una actitud
positiva, etc. "llevan" a la felicidad. Se nos dice: “si hacés esto,
esto, esto y esto, serás feliz”, pero, al mismo tiempo, se nos desliza: “si no hacés
esto, esto, esto y esto, entonces, no lo serás”. Por lo que, en muchos
casos, somos llevados, casi sin darnos cuenta, hacia la felicidad, a partir de
sugerencias, consejos, advertencias, opiniones, etc. Sara Ahmed, filósofa y
teórica feminista, propone una mirada crítica y política sobre la felicidad,
especialmente, en su libro La promesa de la felicidad sostiene que la
felicidad no es únicamente una emoción individual, sino un conjunto de
promesas sociales que se usan para regular conductas, reforzar normas culturales
y excluir a quienes no encajan con lo esperado. Porque la felicidad no está
en las cosas mismas (en un trabajo, en un estudio, en los productos, etc.),
sino que se proyecta sobre ciertas decisiones y acciones para conseguir esas cosas. Por lo que, ¿qué tipo
de vidas son consideradas felices? ¿qué modelos de felicidad estamos siguiendo
sin cuestionar? ¿qué pasa si rechazamos las promesas de felicidad (hegemónica)?
¿es posible imaginar otras formas de felicidad que no estén al servicio de
lo esperable?
Me despido rápido, con palabras cortas, pero con una promesa de regreso: le digo que pronto voy a volver a visitarlo. Él se recuesta lento y se queda mirando hacia la ventana. No sé si me escucha o si ya está lejos, en otro tiempo o lugar. Salgo de la habitación sin mirar atrás y bajo por el ascensor para salir de la clínica. Afuera, la ciudad sigue su curso, ajena a todo, como de costumbre. El día está enrarecido: hay sol, pero está nublado y pesado, como si en cualquier momento fuera a llover. Decido volver caminando a casa. El cuerpo me duele raro, no es de cansancio o agotamiento, es algo más interior aún, quizás el dolor obstinado de estar perdiendo a alguien, de a poco. Y pienso en lo que me dijo mi papá: que buscara mi propia felicidad, que no escuchara tanto a los demás. ¿Esto valdrá también para mí? Camino con esa frase como si fuera un escudo. Pero hoy, la felicidad parece tan lejana, como el sol que ahora se escondió detrás de esas nubes abatidas que no parecen querer irse.
Y en medio de todo eso, me viene a la cabeza una frase que me quedó dando vueltas hace un tiempo. Está en El sutil arte de que (casi todo) te importe una mierda, de Mark Manson, un bloguero que escribe sobre desarrollo personal, con un estilo directo, provocador y ácido. Dice así: “El deseo de una experiencia más positiva es en sí misma una experiencia negativa. Y paradójicamente, la aceptación de la experiencia negativa es en sí misma una experiencia positiva.” Manson explica que perseguir la felicidad como si fuera una meta —“cuando consiga ese trabajo”, “cuando me mude”, “cuando esté con alguien”— es una trampa. La felicidad no llega por alcanzar algo, sino cuando enfrentamos problemas que realmente nos importan y vivimos de acuerdo con lo que valoramos. En ese sentido, la felicidad aparece como consecuencia, no como objetivo. La clave está en que no se trata de evitar los desafíos, sino de elegir los que valgan la pena. Y, desde esa lógica, me sorprendo, porque reflexiono: ¿y si lo que estoy viviendo ahora, aunque suene raro, es una forma de felicidad que aún no sé nombrar? ¿Y si la felicidad no siempre se deja ver y también se esconde en lo que duele? ¿Y si lo que creemos que no es felicidad, en realidad, también lo podría ser? ¿Y si hay una felicidad más real, menos luminosa, que aparece cuando todo parece derrumbarse?
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