Perder a alguien es como quedarse a oscuras en pleno día: se fue la luz, y no hay señales de que vaya a volver pronto, ni tampoco certeza de que lo haga alguna vez. La muerte de una persona es una transición importante,
no solo para el fallecido, sino también para sus familiares y allegados. En esos
momentos movedizos y volcánicos, los rituales, como nunca, brindan
estructura, significado y contención. En lo personal, los rituales siempre
me convocaron, porque pienso que son esenciales para organizar, regular y
dar sentido a momentos cruciales de nuestras vidas. Suavizan
las transiciones entre distintos capítulos vitales y colaboran a entender y aceptar
los cambios, no siempre esperables o previsibles.
Mi interés por los rituales se profundizó en 2018, cuando participé en un seminario sobre performances y rituales, dirigido por María Julia Carozzi, doctora en antropología, en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Durante el curso breve, exploramos conceptos clave sobre rituales en las ciencias sociales, especialmente, en la antropología. Fue allí en donde conocí a Arnold van Gennep, un etnógrafo francés que propuso que las culturas organizan sus procesos de cambio mediante los llamados ritos de pasaje. Estos rituales marcan el paso de una persona o grupo de un estado a otro, y van Gennep identificó tres fases en este recorrido: i) separación, que implica alejarse del estado anterior; ii) liminalidad, la transición entre lo que era y lo que será; y iii) reincorporación, que confirma el cambio y el reconocimiento público del nuevo estado.
La muerte de mi papá no solo provocó
un quiebre en nuestra vida cotidiana, sino que nos embarcamos en un proceso de
distanciamiento simbólico. Poco a poco, nos estamos separando de él, primero en lo físico, visible, luego, en lo emocional, invisible, redefiniendo así nuestro lugar en la vida.
Empezamos a dejar quienes éramos antes de su partida para poder reinventarnos
como miembros dentro de una familia que ya dejará de funcionar como lo hacía
antes. Cada integrante familiar, a partir de ahora, deberá encontrar su
propio camino para reorganizarse frente a la ausencia.
No sabemos aún si se organizará un sepelio, velatorio o cremación. Al parecer, mi papá no dejó instrucciones al respecto, o al menos no lo conversó con nosotros, sus hijos. Un familiar que está interviniendo en los trámites posteriores al fallecimiento, se comprometió a informarme sobre cómo continuaría el proceso. Sin embargo, las horas pasan y todavía no tenemos noticias. Hoy es sábado. Han pasado menos de 24 horas desde que mi papá falleció, y mi hermana me escribe para preguntarme si sé algo. Le respondo que no, que aún no tengo información, así que vuelvo a contactar a nuestro familiar. Finalmente, me confirma que el entierro será el domingo a las 11:30 de la mañana. Le contesto con un “okay, gracias” y luego le transmito la información a mi hermana.
Cuando recibí la noticia del
entierro de mi papá, sentí mucho alivio por la posibilidad de contar con un
ritual de despedida. En el contexto actual en el que muchas personas no
siempre cuentan con herramientas simbólicas y sociales para enfrentar la
pérdida, este tipo de actos adquiere un valor profundo. Esta ausencia de
recursos simbólicos está vinculada mayormente a un proceso creciente de
desritualización de la muerte: velorios cada vez más breves, cremaciones
aceleradas, funerales que a menudo se omiten, la pérdida de influencia de las
religiones tradicionales, la dispersión geográfica de las familias, duelos
vividos en soledad o en privado, el tabú persistente en torno al tema de la
muerte, expresiones fugaces del dolor en redes sociales, entre otras causas.
El filósofo Byung-Chul Han, en La
desaparición de los rituales, afirma que los rituales son técnicas
simbólicas que nos permiten habitar el tiempo, del mismo modo en que una
vivienda nos permite habitar el espacio. Los rituales configuran las
transiciones fundamentales de la vida. Sin ellos, atravesamos de una etapa a
otra sin contención ni continuidad. En ausencia de rituales, como
dispositivos protectores, la vida queda expuesta, sin resguardo. Porque los
rituales, en definitiva, son actos simbólicos que brindan estabilidad, que
hacen que la vida sea más habitable, más duradera.
Ese domingo por la mañana,
decidimos encontrarnos temprano con mi hermana para desayunar antes del
entierro. Si bien llegué un poco antes de la hora acordada, ella se demoró un poco. Me avisó
por mensaje que venía retrasada y que fuera pidiendo algo mientras tanto. Cuando
finalmente llegó, lo primero que me contó fue que había tardado porque no sabía
qué ponerse para el entierro: si debía vestirse completamente de negro o no. Le dije que yo
también había tenido esa misma duda al vestirme; no estaba del todo seguro de
cuál sería la mejor forma de presentarse en una ocasión así.
El luto —del latín lugere, que significa “llorar”— es la manifestación externa y social del duelo ante la muerte de un ser querido. Cumple una función expresiva en tres direcciones: hacia la sociedad, hacia uno mismo y hacia la persona fallecida. En primer lugar, el luto tiene una dimensión pública y social. A través de signos visibles —como el uso de ropa negra, el silencio, la ausencia a celebraciones u otros gestos simbólicos— la persona comunica al entorno que está atravesando una pérdida significativa. Esta señalización permite que quienes la rodean reconozcan su dolor, respondan con mayor empatía y respeto, y se facilite así una red de apoyo colectivo que mitigue el aislamiento emocional. En segundo lugar, el luto articula lo personal con lo colectivo. La experiencia del duelo es universal, y transitarla dentro de un marco compartido reafirma el sentido de pertenencia del individuo a la sociedad. Las normas sociales y creencias tradicionales ofrecen contención simbólica, y al mismo tiempo, la comunidad reconoce al doliente como alguien legítimamente afectado, le otorga un lugar, lo respeta y lo acompaña. Por último, el luto también cumple una función en el vínculo con el ser querido que partió. Por medio de gestos simbólicos —visitar el cementerio, encender una vela, escribir una carta, dedicar una canción— se mantienen presentes el amor, la tristeza, lo no dicho. Es una manera de sostener un lazo simbólico con quien ha muerto, prolongando su presencia en el tiempo de quien permanece.
Durante el desayuno con mi hermana, me contó algo que la había sorprendido el día anterior. Dijo que, en distintos momentos y lugares, sintió un aroma muy claro a sahumerio o incienso, sin que hubiera alguno encendido cerca. Se puso a investigar un poco y encontró que, según algunas creencias, este tipo de experiencia puede interpretarse como una señal de una presencia espiritual cercana. Para muchas personas, es una manera en que seres queridos fallecidos —o incluso guías espirituales— intentan manifestarse, ya sea para ofrecer consuelo, acompañamiento o algún tipo de mensaje sutil. Mientras me lo contaba, lo hacía con una mezcla de asombro y de emoción. Escucharla me hizo pensar en cómo, a veces, lo invisible encuentra formas inesperadas de hacerse presente.
Perder a alguien duele por dentro, pero no siempre se nota por fuera. Esa es la diferencia entre el duelo y el luto. El duelo es el proceso interior, subjetivo, que atravesamos cuando enfrentamos la muerte de un ser querido. Cada persona lo vive a su manera, sin reglas ni tiempos exactos. El luto, en cambio, es la manera en que ese dolor se expresa hacia el exterior. Es lo que los demás pueden ver: la ropa negra, el silencio, la ausencia a fiestas, celebraciones o actividades sociales, los rituales religiosos o familiares. El luto sigue costumbres, tradiciones o normas sociales, y, a veces, puede durar días, meses o incluso más. Así, el luto muestra lo que vivimos por fuera, pero el duelo revela lo que enfrentamos por dentro.
Llegamos al cementerio bastante temprano, así que decidimos dar una vuelta por la feria del parque que está justo enfrente. En paralelo, le escribimos a nuestros familiares para coordinar el ingreso, ya que no teníamos la ubicación exacta del entierro. Mientras esperábamos la respuesta, aprovechamos para sentarnos a tomar algo en una pizzería cercana. Justo después de hacer el pedido, recibimos un llamado de que nos estaban esperando y el entierro iba a comenzar en cualquier momento. Salimos apurados. Solo contábamos con el número de la sepultura, pero sin una referencia clara, no lográbamos ubicar el lugar exacto y el familiar con el que estábamos en contacto tampoco podía indicarnos bien dónde estaban. Fuimos preguntando a cada persona que nos cruzábamos, intentando encontrar el camino. Finalmente llegamos, pero ya era tarde. El entierro había terminado.
William Worden, un reconocido psicólogo especializado en el duelo, destaca la importancia de los rituales funerarios dentro del proceso de atravesar una pérdida. En principio, estos ritos ayudan a tomar conciencia de que la muerte ocurrió. Participar en un velatorio, entierro, cremación o ceremonia religiosa —o incluso simplemente ver el cuerpo— permite hacer más tangible y real la pérdida, marcando un momento claro de despedida, tanto simbólica como concreta. Además, ofrecen un entorno seguro donde expresar emociones y pensamientos sobre la persona fallecida. Habilitan momentos en los que se puede hablar de quien partió, compartir recuerdos, llorar, reflexionar sobre su vida o simplemente estar en silencio con otros que sienten lo mismo (o algo parecido). Estos rituales también ayudan en la transición hacia una nueva vida sin la presencia física del ser querido. Esto implica cambios prácticos —como aprender a realizar tareas que antes hacía esa persona o reorganizar la rutina diaria— pero también cambios más profundos: reconstruir la propia identidad sin el otro, redefinir el lugar de uno en el mundo, o incluso revisar creencias sobre la vida, la muerte y la espiritualidad. Por último, ciertos rituales que suelen mantenerse en el tiempo —como aniversarios, misas o visitas al cementerio— pueden servir para resignificar la relación con quien ha fallecido. No se trata de olvidar ni de “cerrar” algo, sino de encontrar un nuevo lugar para esa persona en la vida propia, y, así, poder seguir adelante sin dejar de recordar.
Nos quedamos un momento más en la
sepultura de mi papá, en silencio, alargando ese tiempo de despedida que había
empezado a destiempo. El día soleado, el cielo despejado, contrastaba con
nuestro sentir. Un calor suave nos intentaba brindar algo de consuelo. Un
familiar tomó la palabra y recitó un pasaje de la Biblia. Fue breve, pero
suficiente para marcar un cierre simbólico. Luego, comenzamos a retirarnos,
despacio, como si nuestros cuerpos se resistieran a alejarse del lugar o más
bien de él. Nuestros familiares nos invitaron a almorzar, pero mi hermana y yo,
preferimos no ir. Sentíamos que necesitábamos estar nosotros dos juntos. ¿Cómo se comparte el momento entre
quienes viven un dolor similar? ¿Qué palabras sobran y cuáles, aunque mínimas,
sostienen? Mi hermana llamó a su pareja, que llegó poco después. Nos
subimos al coche con él y emprendimos el regreso, cada uno en su propio mundo,
procesando la despedida en su propio lenguaje de pérdida. ¿Cuánto tiempo lleva realmente
despedirse de alguien? ¿Se llega a despedir uno del todo alguna vez?
Este artículo fue elaborado sobre la base del libro “Iluminando el duelo: orientación y recursos para transitarlo sanamente”, de Mabel Weiskoff (Editorial Bonum, 2023) y lo abordado en el “Curso Anual de Especialización en Counseling en Duelo” a cargo de las prof. Mabel Weiskoff y Marcela Masserano (DOLUS, 2025).
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