Fue ese mensaje que recibimos por Whatsapp, mi hermana y yo, a comienzos de febrero, que cambió decisivamente nuestra realidad de hasta aquel entonces. Un familiar nos hizo llegar el diagnóstico de cáncer de nuestro padre para el que no teníamos escudos ni defensas. Luego de algunos años de comunicación esporádica y de contacto irregular con él, recibimos una realidad inimaginada, dolorosa, filosa, y, además, por una tecnología, que no solo se encargó de mediar el mensaje, sino también de drenar cualquier signo posible de humanidad. Son casi las diez y la noche empieza a comparecer como nunca. “Esto no puede estar pasando”, pienso. Dejo en suspenso el correo que estaba escribiendo, dejo las oraciones sin concluir, dejo las ideas a medio armar, dejo de trabajar en la computadora, dejo la silla vacía y me distancio del escritorio, dejo toda intención de seguir adelante con lo que estaba haciendo, porque mi adelante ahora es una incógnita que empieza a doler. Me quedo mirando la pantalla como si fuera un espejo. Empiezo a caminar por mi departamento sin rumbo ni sentido para quizás llegar a comprender algo de todo lo que no comprendo “¿En qué momento sucedió todo esto?”
El estado de choque o shock
psicológico es una forma de describir lo que sucede cuando alguien enfrenta una
situación impactante, inesperada o abrumadora que no puede procesarla de
inmediato. Es una reacción automática y temporal que aparece cuando algo
nos sobrepasa. En esos momentos, el cuerpo y la mente activan una especie de
protección: un mecanismo que ayuda a evitar que la persona se desborde
emocionalmente. Puede sentirse como si se estuviera desconectado, confundido o
incluso como si todo fuera irreal. Es la forma en que nuestro sistema intenta
ganar tiempo para asimilar lo que está ocurriendo, mientras nos protege del
impacto total de la situación.
Entre las primeras cosas que hago
-que se me ocurre hacer- es escribirle a mi hermana, preguntarle si está
despierta y, si es así, si puedo llamarla. Intuyo que aún no leyó el mensaje de
nuestro familiar, y prefiero ser yo quien le suelte la noticia, con cuidado, poco
a poco, en persona, y sin apuro, aunque sea por teléfono. No me responde. No. El
teléfono callado me inquieta cada vez más. Empiezo a sentirme ansioso, intranquilo, nervioso. La preocupación se mezcla con una especie de angustia
que no sé cómo frenar. Por lo pronto, decido responderle a mi familiar. Le digo
que me duele -me duele de verdad- no poder estar cerca de mi papá en este
momento, en este contexto. Le escribo también que los lazos afectivos, esas
redes invisibles que nos sostienen, son más necesarias que nunca. Le aseguro
que desde mi lugar mi papá cuenta con todo mi apoyo y cariño para que su
tratamiento sea lo más llevadero posible. Que estoy disponible, que tiene mi
número, por si necesita algo, por más mínimo que sea. Después de eso, decido -o
me ofrezco- irme a dormir para alterar, con algún sueño surrealista, algo de
esta realidad incendiaria que no debería estar ocurriendo y que me gustaría hacerla
menos cierta. Sacarle realidad a esta realidad.
Recibir la noticia de un
diagnóstico crítico de un familiar es un momento profundamente desestabilizador
a nivel emocional y cognitivo. Contar con una orientación clara, en medio de la
confusión, la tristeza y la angustia, puede hacer una diferencia importante. En
ese sentido, el Manual ABCDE para la aplicación de Primeros Auxilios
Psicológicos —elaborado por la Pontificia Universidad Católica de Chile y
el Centro Nacional de Investigación para la Gestión Integrada de Desastres
Naturales (CIGIDEN)— ofrece una herramienta valiosa para facilitar una primera
contención que, aunque no resuelve el dolor, lo vuelve un poco más habitable. Su
principal objetivo es guiar la intervención en contextos críticos a través de
cinco pasos: A de escucha Activa, B de reentrenamiento
de la (B)entilación, C de Categorización de necesidades, D
de Derivación a redes de apoyo, y E de psicoEducación.
Es otro día. No sé si es algo
bueno. Me despierto sin saber bien en qué momento logré dormirme. La noche, de
vez en cuando, nos desprecia: sueños confusos, sobresaltos, vueltas sin tregua.
Siento una somnolencia que no me deja estar presente, y mi cuerpo se volvió a acalambrar. Con
movimientos, casi automáticos, empiezo a prepararme el desayuno. Pongo la pava,
abro el pan, saco la mermelada, me sirvo un vaso de agua, nada tiene sabor ni
sentido, pero hago lo esperable para una mañana cualquiera que sin dudas no es
cualquiera. El teléfono, no sé si al fin, suena. Es mi hermana.
El primer paso del
protocolo es la escucha activa. Lo más importante en este momento es
poder transmitirle a la otra persona que hay alguien presente, humano, que
realmente la está comprendiendo. Esto significa asentir con la cabeza, parafrasear
lo que expresa, escuchar sin juzgar ni apurar, y sin recurrir a frases hechas o
consuelos falsos (“Dios sabe por qué hace las cosas”, “Vas a salir
adelante”, “Vos podés con esto”, “Sé fuerte”). La clave está en ofrecer un
espacio genuino donde la persona pueda hablar si lo desea, sin presiones ni
expectativas. No se trata de obligarla a contar, sino de estar disponibles, con
respeto y apertura. En situaciones de crisis, muchas veces el silencio
respetuoso y una escucha atenta pueden tener un efecto más reparador que
cualquier palabra bien intencionada.
Apenas atiendo el teléfono,
escucho a mi hermana saludarme con una angustia infernal. Su llanto es tan
intenso que parece no caber en la llamada, y mucho menos en mí. Me siento como
un río desbordado. Su dolor se mezcla con el mío, se agita dentro de mí, y
pierdo mi cauce. Si bien siento que ya no puedo más conmigo mismo, la escucho.
No sé si lo hago con plena escucha activa, pero lo intento. En este momento,
estar disponible para ella es lo único que puedo ofrecer, incluso mientras
internamente me siento al borde del colapso. Y quizás, eso —ese estar— es lo
único que verdaderamente importa ahora. Guardo silencio. Me mantengo en el
presente como si fuese un equilibrista. Sostengo su llanto sin apuro por
intervenir, sin intentar calmarlo enseguida. Simplemente le doy espacio. Porque
a veces, acompañar es eso: estar ahí, incluso desde nuestra propia fragilidad y vulnerabilidad.
El segundo paso del
protocolo es el reentrenamiento de la respiración. Cuando una persona
atraviesa una crisis y manifiesta dificultad para respirar o siente que su
corazón late con fuerza o muy rápido, siempre que esté dispuesta a intentarlo, se
la puede acompañar en un ejercicio simple que puede ayudarla a tranquilizarse. El
ejercicio consiste en invitarla a respirar de manera consciente: inspirar
contando cuatro tiempos, exhalar durante otros cuatro tiempos y, al final,
sostener la respiración —en pausa— durante cuatro tiempos más antes de volver a
inspirar. Es importante explicar el ejercicio con claridad, mostrar cómo se
hace y, si la persona lo permite, practicarlo juntos. Se le puede sugerir también
que lo realice a diario: algunos minutos por la mañana, por la tarde
y por la noche. También puede usarlo en momentos puntuales en los
que se sienta angustiada, desbordada o con ansiedad. Este tipo de respiración
ayuda a regular el cuerpo y aporta una sensación de calma y tranquilidad.
Mi hermana me repite que no lo
puede creer, que no entiende cómo pudo pasar, que todavía no cae en la
realidad. Hay momentos en que ninguno dice nada. Me pregunta si sé algo
más de nuestro padre, le respondo que no. Poco a poco, se va calmando y deja de
llorar. Le cuento que el día anterior había intentado comunicarme con ella para
contarle la noticia. Me cuenta que se había ido a dormir temprano, así que no
le prestó atención al celular. Aprovecho ese momento para preguntarle cómo
sigue su día. Me cuenta que piensa trabajar. Le propongo que sigamos en
contacto durante el día, y me responde con un okay en seco. Luego me pregunta
cómo va a ser mi día. Le digo que también estaré trabajando (o al menos eso
proyecto, aunque no se pueda proyectar nada).
El tercer paso del
protocolo es la categorización de necesidades. Luego de una situación
crítica, es bastante común que las personas experimenten una especie de
confusión mental: pensamientos dispersos, emociones intensas y una dificultad
para organizar lo que está ocurriendo o lo que hay que hacer. En ese estado, lo
urgente y lo importante se suelen mezclar, con lo cual, tomar decisiones se
vuelve especialmente difícil. Por eso, sin tomar decisiones por la persona, se
trata de acompañarla en el proceso de priorizar, con preguntas simples y
empáticas, por ejemplo, “¿Qué es lo que más le preocupa o necesita ahora?” El objetivo es facilitar claridad sin imponer,
y al mismo tiempo reforzar su capacidad para activar recursos propios o
apoyarse en su red cercana. Esta orientación le permite recuperar algo de
dirección y continuidad en medio de la desorganización.
Apenas corto con mi hermana,
llamo de inmediato a mi mamá para contarle la noticia sobre mi papá. Al
intentar decirle que tiene cáncer, me quiebro. No logro decir el diagnóstico. Nombrarlo sería hacerlo real, y todavía no puedo. Le pido que espere, trato de respirar, pero el aire no entra en mí.
No sé si soy yo quien no lo deja entrar, o qué es lo que sucede. Respirar se me
hace cuesta arriba. Con la poca voz que me queda, le ruego que por favor llame
a mi hermana. Que la cuide, que la proteja, que la contenga. Que sea su sostén
ahora. Su red de apoyo.
El cuarto paso del
protocolo consiste en la derivación a las redes de apoyo. Después de una
situación crítica, no siempre es fácil pedir ayuda o saber a quién acudir. Por
eso, es importante ayudar a la persona para que pueda contactar a quienes
puedan acompañarla, tanto en el momento presente como en los días siguientes. La
primera red de apoyo suele estar compuesta por la familia, los amigos y personas
cercanas, conocidas, que puedan ofrecer contención emocional o ayuda práctica.
A veces, también será necesario orientar hacia otros apoyos disponibles, como
servicios de salud u otros espacios especializados. La clave no es resolver por
la persona, sino ayudarla a identificar quiénes pueden estar ahí para ella, y
cómo activar esos vínculos de manera cuidadosa y respetuosa. Las redes no sólo
alivian el momento presente, también fortalecen la posibilidad de sostenerse en
el tiempo.
Leo en WhatsApp que mi hermana le escribe al familiar que nos comunicó el diagnóstico de mi papá. Le cuenta que sintió una angustia muy fuerte al leer su mensaje, que la situación le duele profundamente. Le pide, por favor, que averigüe si podemos vernos con él. Que está gravemente enfermo, y que le transmita su pedido con urgencia. El día recién empieza, y, sin embargo, en mi cabeza siento que ya debería estar terminando. Todo esto pasó en cuestión de minutos. Demasiado para tan poco tiempo. La vida, a veces, se acelera de golpe y nos obliga a enfrentar lo imposible sin que haya demasiado tiempo para prepararnos.
El quinto paso del
protocolo es la psicoeducación. Es fundamental acompañar a la persona
para que pueda comprender y normalizar las reacciones que está experimentando. Si
bien pueden resultar incómodas o inquietantes, estas respuestas son comunes y
esperables frente a una situación de crisis. Estas reacciones pueden
manifestarse de distintas formas: emocionales, como irritabilidad,
tristeza, impotencia, culpa, enojo o dificultad para sentir alegría; cognitivas,
como incredulidad, confusión, preocupación, dificultad para concentrarse, tomar
decisiones o la aparición de pensamientos intrusivos; físicas, como
cansancio, insomnio, dolores de cabeza, pérdida de apetito o sobresaltos; e interpersonales,
como retraimiento, desconfianza, dificultades en el trabajo o en los estudios,
o conflictos con otras personas. Explicarle esto a la persona ayuda a evitar
que interprete sus síntomas como señales de “estar perdiendo la cabeza”. Es también importante transmitirle que, en la
mayoría de los casos, este malestar tiende a disminuir en unas semanas sin
necesidad de intervención profesional. Sin embargo, también se deben señalar
las señales de alarma que indican cuándo es necesario buscar ayuda, y qué pasos
seguir en esos casos.
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