domingo, 8 de junio de 2025

Cuaderno de lo irreversible – El Estado de Choque I

junio 08, 2025 Posted by Matías No comments

Fue ese mensaje que recibimos por Whatsapp, mi hermana y yo, a comienzos de febrero, que cambió decisivamente nuestra realidad de hasta aquel entonces. Un familiar nos hizo llegar el diagnóstico de cáncer de nuestro padre para el que no teníamos escudos ni defensas. Luego de algunos años de comunicación esporádica y de contacto irregular con él, recibimos una realidad inimaginada, dolorosa, filosa, y, además, por una tecnología, que no solo se encargó de mediar el mensaje, sino también de drenar cualquier signo posible de humanidad. Son casi las diez y la noche empieza a comparecer como nunca. “Esto no puede estar pasando”, pienso. Dejo en suspenso el correo que estaba escribiendo, dejo las oraciones sin concluir, dejo las ideas a medio armar, dejo de trabajar en la computadora, dejo la silla vacía y me distancio del escritorio, dejo toda intención de seguir adelante con lo que estaba haciendo, porque mi adelante ahora es una incógnita que empieza a doler. Me quedo mirando la pantalla como si fuera un espejo. Empiezo a caminar por mi departamento sin rumbo ni sentido para quizás llegar a comprender algo de todo lo que no comprendo “¿En qué momento sucedió todo esto?”

El estado de choque o shock psicológico es una forma de describir lo que sucede cuando alguien enfrenta una situación impactante, inesperada o abrumadora que no puede procesarla de inmediato. Es una reacción automática y temporal que aparece cuando algo nos sobrepasa. En esos momentos, el cuerpo y la mente activan una especie de protección: un mecanismo que ayuda a evitar que la persona se desborde emocionalmente. Puede sentirse como si se estuviera desconectado, confundido o incluso como si todo fuera irreal. Es la forma en que nuestro sistema intenta ganar tiempo para asimilar lo que está ocurriendo, mientras nos protege del impacto total de la situación.

Entre las primeras cosas que hago -que se me ocurre hacer- es escribirle a mi hermana, preguntarle si está despierta y, si es así, si puedo llamarla. Intuyo que aún no leyó el mensaje de nuestro familiar, y prefiero ser yo quien le suelte la noticia, con cuidado, poco a poco, en persona, y sin apuro, aunque sea por teléfono. No me responde. No. El teléfono callado me inquieta cada vez más. Empiezo a sentirme ansioso, intranquilo, nervioso. La preocupación se mezcla con una especie de angustia que no sé cómo frenar. Por lo pronto, decido responderle a mi familiar. Le digo que me duele -me duele de verdad- no poder estar cerca de mi papá en este momento, en este contexto. Le escribo también que los lazos afectivos, esas redes invisibles que nos sostienen, son más necesarias que nunca. Le aseguro que desde mi lugar mi papá cuenta con todo mi apoyo y cariño para que su tratamiento sea lo más llevadero posible. Que estoy disponible, que tiene mi número, por si necesita algo, por más mínimo que sea. Después de eso, decido -o me ofrezco- irme a dormir para alterar, con algún sueño surrealista, algo de esta realidad incendiaria que no debería estar ocurriendo y que me gustaría hacerla menos cierta. Sacarle realidad a esta realidad.

Recibir la noticia de un diagnóstico crítico de un familiar es un momento profundamente desestabilizador a nivel emocional y cognitivo. Contar con una orientación clara, en medio de la confusión, la tristeza y la angustia, puede hacer una diferencia importante. En ese sentido, el Manual ABCDE para la aplicación de Primeros Auxilios Psicológicos —elaborado por la Pontificia Universidad Católica de Chile y el Centro Nacional de Investigación para la Gestión Integrada de Desastres Naturales (CIGIDEN)— ofrece una herramienta valiosa para facilitar una primera contención que, aunque no resuelve el dolor, lo vuelve un poco más habitable. Su principal objetivo es guiar la intervención en contextos críticos a través de cinco pasos: A de escucha Activa, B de reentrenamiento de la (B)entilación, C de Categorización de necesidades, D de Derivación a redes de apoyo, y E de psicoEducación.

Es otro día. No sé si es algo bueno. Me despierto sin saber bien en qué momento logré dormirme. La noche, de vez en cuando, nos desprecia: sueños confusos, sobresaltos, vueltas sin tregua. Siento una somnolencia que no me deja estar presente, y mi cuerpo se volvió a acalambrar. Con movimientos, casi automáticos, empiezo a prepararme el desayuno. Pongo la pava, abro el pan, saco la mermelada, me sirvo un vaso de agua, nada tiene sabor ni sentido, pero hago lo esperable para una mañana cualquiera que sin dudas no es cualquiera. El teléfono, no sé si al fin, suena. Es mi hermana.

El primer paso del protocolo es la escucha activa. Lo más importante en este momento es poder transmitirle a la otra persona que hay alguien presente, humano, que realmente la está comprendiendo. Esto significa asentir con la cabeza, parafrasear lo que expresa, escuchar sin juzgar ni apurar, y sin recurrir a frases hechas o consuelos falsos (“Dios sabe por qué hace las cosas”, “Vas a salir adelante”, “Vos podés con esto”, “Sé fuerte”). La clave está en ofrecer un espacio genuino donde la persona pueda hablar si lo desea, sin presiones ni expectativas. No se trata de obligarla a contar, sino de estar disponibles, con respeto y apertura. En situaciones de crisis, muchas veces el silencio respetuoso y una escucha atenta pueden tener un efecto más reparador que cualquier palabra bien intencionada.

Apenas atiendo el teléfono, escucho a mi hermana saludarme con una angustia infernal. Su llanto es tan intenso que parece no caber en la llamada, y mucho menos en mí. Me siento como un río desbordado. Su dolor se mezcla con el mío, se agita dentro de mí, y pierdo mi cauce. Si bien siento que ya no puedo más conmigo mismo, la escucho. No sé si lo hago con plena escucha activa, pero lo intento. En este momento, estar disponible para ella es lo único que puedo ofrecer, incluso mientras internamente me siento al borde del colapso. Y quizás, eso —ese estar— es lo único que verdaderamente importa ahora. Guardo silencio. Me mantengo en el presente como si fuese un equilibrista. Sostengo su llanto sin apuro por intervenir, sin intentar calmarlo enseguida. Simplemente le doy espacio. Porque a veces, acompañar es eso: estar ahí, incluso desde nuestra propia fragilidad y vulnerabilidad.

El segundo paso del protocolo es el reentrenamiento de la respiración. Cuando una persona atraviesa una crisis y manifiesta dificultad para respirar o siente que su corazón late con fuerza o muy rápido, siempre que esté dispuesta a intentarlo, se la puede acompañar en un ejercicio simple que puede ayudarla a tranquilizarse. El ejercicio consiste en invitarla a respirar de manera consciente: inspirar contando cuatro tiempos, exhalar durante otros cuatro tiempos y, al final, sostener la respiración —en pausa— durante cuatro tiempos más antes de volver a inspirar. Es importante explicar el ejercicio con claridad, mostrar cómo se hace y, si la persona lo permite, practicarlo juntos. Se le puede sugerir también que lo realice a diario: algunos minutos por la mañana, por la tarde y por la noche. También puede usarlo en momentos puntuales en los que se sienta angustiada, desbordada o con ansiedad. Este tipo de respiración ayuda a regular el cuerpo y aporta una sensación de calma y tranquilidad.

Mi hermana me repite que no lo puede creer, que no entiende cómo pudo pasar, que todavía no cae en la realidad. Hay momentos en que ninguno dice nada. Me pregunta si sé algo más de nuestro padre, le respondo que no. Poco a poco, se va calmando y deja de llorar. Le cuento que el día anterior había intentado comunicarme con ella para contarle la noticia. Me cuenta que se había ido a dormir temprano, así que no le prestó atención al celular. Aprovecho ese momento para preguntarle cómo sigue su día. Me cuenta que piensa trabajar. Le propongo que sigamos en contacto durante el día, y me responde con un okay en seco. Luego me pregunta cómo va a ser mi día. Le digo que también estaré trabajando (o al menos eso proyecto, aunque no se pueda proyectar nada).

El tercer paso del protocolo es la categorización de necesidades. Luego de una situación crítica, es bastante común que las personas experimenten una especie de confusión mental: pensamientos dispersos, emociones intensas y una dificultad para organizar lo que está ocurriendo o lo que hay que hacer. En ese estado, lo urgente y lo importante se suelen mezclar, con lo cual, tomar decisiones se vuelve especialmente difícil. Por eso, sin tomar decisiones por la persona, se trata de acompañarla en el proceso de priorizar, con preguntas simples y empáticas, por ejemplo, “¿Qué es lo que más le preocupa o necesita ahora?” El objetivo es facilitar claridad sin imponer, y al mismo tiempo reforzar su capacidad para activar recursos propios o apoyarse en su red cercana. Esta orientación le permite recuperar algo de dirección y continuidad en medio de la desorganización.

Apenas corto con mi hermana, llamo de inmediato a mi mamá para contarle la noticia sobre mi papá. Al intentar decirle que tiene cáncer, me quiebro. No logro decir el diagnóstico. Nombrarlo sería hacerlo real, y todavía no puedo. Le pido que espere, trato de respirar, pero el aire no entra en mí. No sé si soy yo quien no lo deja entrar, o qué es lo que sucede. Respirar se me hace cuesta arriba. Con la poca voz que me queda, le ruego que por favor llame a mi hermana. Que la cuide, que la proteja, que la contenga. Que sea su sostén ahora. Su red de apoyo.

El cuarto paso del protocolo consiste en la derivación a las redes de apoyo. Después de una situación crítica, no siempre es fácil pedir ayuda o saber a quién acudir. Por eso, es importante ayudar a la persona para que pueda contactar a quienes puedan acompañarla, tanto en el momento presente como en los días siguientes. La primera red de apoyo suele estar compuesta por la familia, los amigos y personas cercanas, conocidas, que puedan ofrecer contención emocional o ayuda práctica. A veces, también será necesario orientar hacia otros apoyos disponibles, como servicios de salud u otros espacios especializados. La clave no es resolver por la persona, sino ayudarla a identificar quiénes pueden estar ahí para ella, y cómo activar esos vínculos de manera cuidadosa y respetuosa. Las redes no sólo alivian el momento presente, también fortalecen la posibilidad de sostenerse en el tiempo.

Leo en WhatsApp que mi hermana le escribe al familiar que nos comunicó el diagnóstico de mi papá. Le cuenta que sintió una angustia muy fuerte al leer su mensaje, que la situación le duele profundamente. Le pide, por favor, que averigüe si podemos vernos con él. Que está gravemente enfermo, y que le transmita su pedido con urgencia. El día recién empieza, y, sin embargo, en mi cabeza siento que ya debería estar terminando. Todo esto pasó en cuestión de minutos. Demasiado para tan poco tiempo. La vida, a veces, se acelera de golpe y nos obliga a enfrentar lo imposible sin que haya demasiado tiempo para prepararnos.

El quinto paso del protocolo es la psicoeducación. Es fundamental acompañar a la persona para que pueda comprender y normalizar las reacciones que está experimentando. Si bien pueden resultar incómodas o inquietantes, estas respuestas son comunes y esperables frente a una situación de crisis. Estas reacciones pueden manifestarse de distintas formas: emocionales, como irritabilidad, tristeza, impotencia, culpa, enojo o dificultad para sentir alegría; cognitivas, como incredulidad, confusión, preocupación, dificultad para concentrarse, tomar decisiones o la aparición de pensamientos intrusivos; físicas, como cansancio, insomnio, dolores de cabeza, pérdida de apetito o sobresaltos; e interpersonales, como retraimiento, desconfianza, dificultades en el trabajo o en los estudios, o conflictos con otras personas. Explicarle esto a la persona ayuda a evitar que interprete sus síntomas como señales de “estar perdiendo la cabeza”. Es también importante transmitirle que, en la mayoría de los casos, este malestar tiende a disminuir en unas semanas sin necesidad de intervención profesional. Sin embargo, también se deben señalar las señales de alarma que indican cuándo es necesario buscar ayuda, y qué pasos seguir en esos casos.

Cuaderno de lo irreversible: El vaivén en el duelo (seguir y sentir, sentir y seguir)

junio 08, 2025 Posted by Matías No comments

Para poder elaborar una pérdida, es necesario entrar en contacto con el dolor que provoca. Sin embargo, ese encuentro debe ser posible y, sobre todo, tolerable para cada persona; cada uno tiene un límite diferente para enfrentar sus emociones en un determinado momento. Por lo general, las personas regulan y dosifican la cantidad de dolor que pueden soportar; y no siempre están listas para hablar del ser querido que murió o para revivir recuerdos difíciles. Esto no significa que estén evitando el duelo, sino que se están cuidando emocionalmente, respetando su propio ritmo y sus necesidades.

Dicho lo anterior, es interesante pensar en la ventana de tolerancia emocional: un espectro o rango emocional óptimo dentro del cual una persona puede afrontar el dolor sin sentirse completamente abrumada ni totalmente desconectada. Ahora bien, hay dos formas de cruzar el umbral de la ventana de tolerancia: por arriba o por abajo. Ciertas personas que permanecen por debajo de esa ventana evitan el dolor o se desconectan de él (zona de hipoactivación); otras, en cambio, se ubican por encima de esa ventana y se ven sobrepasadas al entrar en contacto con emociones demasiado intensas (zona de hiperactivación). Por eso, es fundamental que cada persona pueda encontrar su propio nivel y ritmo de exposición al dolor, dentro de un margen aceptable que le permita procesarlo sin desbordarse.

Fuente: NB Psicología

No existe una única manera “correcta” de atravesar el duelo, cada persona lo vive y lo enfrenta de forma única. Los modos de afrontamiento del duelo se refieren a las distintas maneras en que las personas enfrentan la pérdida de un ser querido. Por ejemplo, algunas personas encuentran alivio al hablar sobre su dolor, mientras que otras prefieren escribir o pasar tiempo a solas. Hay quienes buscan respuestas espirituales para encontrar sentido, y quienes se enfocan en lo práctico para reorganizar su vida. Todas estas formas son válidas y no hay un camino único para vivir el duelo. De hecho, los modos de afrontamiento pueden entenderse desde las diferentes dimensiones de la experiencia humana: lo cognitivo (cómo pensamos), lo emocional (cómo sentimos), lo conductual (cómo actuamos), lo social (cómo nos relacionamos), lo espiritual (cómo buscamos sentido), etc. En este contexto, Margaret Stroebe y Henk Schut, dos destacados investigadores en el campo de la psicología del duelo, propusieron un modelo conocido como el proceso dual de afrontamiento. Su idea principal es que, durante el duelo, las personas alternan entre dos tipos de afrontamiento diferentes: centramiento en la pérdida (conexión) y centramiento en el restablecimiento (desconexión).

1) Centramiento en la pérdida (conexión)

En este caso, la atención de la persona suele estar centrada casi exclusivamente en la pérdida. El dolor por la muerte del ser querido está muy presente, y se suele sentir de manera agobiante, intensa y desbordante. Es común que la persona experimente una amplia gama de emociones, como una profunda tristeza, angustia, llanto constante, confusión mental, y en algunos casos, sentimientos de culpa por lo que hizo o dejó de hacer. Ese estado emocional puede ir acompañado de una sensación de incredulidad, como si aún no pudiera aceptar del todo lo ocurrido. Además, puede surgir una necesidad interior de encontrar sentido a la pérdida. La persona puede preguntarse por qué ocurrió y cómo podrá reconstruir su mundo sin esa presencia tan importante. Este enfoque, centrado en el dolor y la ausencia, es una reacción natural y esperada, especialmente en las primeras instancias del duelo.

Ejemplo: Marta perdió a su madre hace poco, y desde entonces se encuentra atravesando una etapa de profundo dolor. Hay días en los que se encierra en su habitación, mira durante horas fotos antiguas y revive, con amor y tristeza, los momentos compartidos con su madre: los abrazos, las charlas cotidianas, las risas, incluso las discusiones. Por lo general, Marta llora sin poder contenerse, y en medio de ese llanto, se pregunta por qué tuvo que suceder y cómo podrá seguir adelante sin su madre.

Se puede observar que Marta está visiblemente orientada hacia su pérdida. Su atención y su energía emocional están puestas en la ausencia de su madre, en el vínculo que las unía y en el dolor que provocó su muerte. Le resulta difícil pensar en el futuro o en otras áreas de su vida, porque todo parece estar teñido por la ausencia de su madre. Este tipo de reacción, intensa y abrumante, es completamente natural y esperable en las primeras etapas del duelo, cuando la necesidad de conectar con lo perdido es más fuerte que la de mirar hacia adelante. Darle espacio a lo que está sucediendo es un paso importante en el camino hacia la integración de la pérdida.

2) Centramiento en el restablecimiento (desconexión)

En este otro caso, la persona comienza poco a poco a adaptarse a su nueva realidad sin el ser querido. Este proceso de adaptación no solo implica cambios prácticos en la vida cotidiana, como asumir responsabilidades que antes estaban a cargo del otro —por ejemplo, aprender a hacer trámites, cocinar, cuidar de la familia o encargarse de la economía del hogar—, sino también la reanudación de actividades que habían quedado en pausa, como volver al trabajo, retomar estudios, participar en actividades sociales o comenzar a pensar en nuevos proyectos de vida. Empieza a ocurrir, en paralelo, un proceso interno, profundo y complejo: la reconstrucción de la propia identidad y el modo de entender el mundo. La persona se enfrenta a preguntas sobre quién es ahora sin su ser querido, y comienza a redefinir su lugar en la vida y en sus vínculos. Es común, además, que se produzcan momentos de desconexión temporal del dolor por la pérdida. No significa que se haya olvidado al ser querido, sino que hay una apertura hacia la restauración y la continuidad de la vida. Salir a trabajar, llevar a los hijos a la escuela, planificar el día, hacer las compras o compartir una charla con amigos representan formas de reorganización emocional y práctica.

Ejemplo: Carlos perdió recientemente a su pareja, con quien compartía muchos aspectos de la vida cotidiana. Durante las primeras semanas, el dolor fue intenso, y sentía que nada tenía sentido. Sin embargo, con el paso del tiempo, empezó a dar pequeños pasos hacia la adaptación a su nueva realidad. Por ejemplo, ahora se encarga de la economía del hogar, una responsabilidad que antes asumía principalmente su pareja. Tuvo que aprender a organizar pagos, administrar gastos y tomar decisiones importantes por su cuenta, algo que representa un desafío, aunque, al mismo tiempo, un progreso en su proceso de reconstrucción. Carlos, además, comenzó a retomar su vida social. Se reúne con amigos para tomar algo, salir a caminar o simplemente conversar. Si bien siente tristeza y extraña profundamente a su pareja, estos momentos le permiten distraerse y conectarse nuevamente con el mundo exterior. En ocasiones, incluso pensó en retomar viejos proyectos personales que había dejado de lado durante la relación.

Estos cambios reflejan un movimiento interno hacia la restauración (o restablecimiento). Carlos no olvidó su pérdida, pero está comenzando a encontrar un nuevo equilibrio entre el recuerdo de lo vivido y la necesidad de seguir adelante. Poco a poco, está reconstruyendo su identidad y reorganizando su vida, y si bien el dolor sigue presente, ya no ocupa todo el espacio en su existencia.

Entonces, para poder transitar el dolor de una forma saludable, es importante permitirnos un movimiento natural entre el contacto con el sufrimiento y momentos de desconexión. Este vaivén —entre conectar con la pérdida y tomar distancia de ella— es una parte esencial del proceso de duelo. En algunos momentos, necesitamos sumergirnos en el dolor (recordar, llorar, extrañar, darle espacio a lo que sentimos), mientras que, en otros, necesitamos desconectarnos temporalmente para enfocarnos en otras actividades (trabajar, estar con otras personas, salir a recrearse). Esta alternancia entre estar centrados en la pérdida y orientarnos hacia la vida cotidiana es necesaria. Oscilar entre estos dos polos —conexión y desconexión— nos ayuda a no quedar atrapados en el dolor de forma permanente, ni tampoco a negarlo o evitarlo por completo. Es una manera de autorregularnos emocionalmente y de ir adaptándonos, poco a poco, a una nueva realidad sin la persona que hemos perdido.

Una metáfora interesante para comprender este proceso de vaivén en el duelo es la de la hamaca. Al igual que cuando nos hamacamos, el duelo nos convoca a movernos entre distintos estados emocionales. Hay momentos en los que nos balanceamos en la hamaca: buscamos ponernos en movimiento, distraernos y despejarnos, darnos un cierto respiro emocional, como una forma de seguir adelante con la vida. Y luego hay momentos en los que detenemos la hamaca, hacemos una pausa y nos permitimos sentir el dolor, recordar, llorar y conectarnos con la pérdida.

Ese movimiento oscilatorio forma parte de un proceso orgánico de adaptación emocional. No se trata de elegir entre sentir o evitar el dolor, sino de encontrar un equilibrio -dinámico- entre ambos extremos. La clave está en permitirnos esta oscilación dentro de nuestra “ventana de tolerancia” emocional, es decir, dentro de lo que somos capaces de sostener sin sentirnos desbordados. Cada persona tiene su propio ritmo y forma de transitar este proceso, al igual que cada quien se hamaca a su manera: hay quienes prefieren moverse despacio, con suavidad, y quienes necesitan un movimiento más potente o rápido; algunos se hamacan alto, tocando emociones intensas, y otros apenas se mueven, transitando su dolor de forma contenida o sosegada. No hay una única forma correcta de hacerlo. Lo importante es reconocer cuál es el ritmo que nos hace bien, el que nos permite tolerar sin quedarnos estancados, y continuar sin negar lo que duele.

Uno de los desafíos que puede presentarse en el proceso de duelo es caer en una forma rígida de afrontamiento, es decir, quedar atrapados en un solo modo de enfrentar la pérdida (momificación). Por ejemplo, si una persona se mantiene en contacto constante con el dolor y la realidad de la pérdida, corre el riesgo de sobrepasar su ventana de tolerancia emocional. Estar sumergido todo el tiempo en el sufrimiento puede resultar agotador y paralizante. Pero si evitamos el dolor de manera permanente, tampoco podemos elaborar el duelo de forma saludable. Porque el proceso de duelo requiere, en algún momento, poder entrar en contacto con lo que duele, sentirlo y darle un lugar en nuestra experiencia emocional. De ahí que sea fundamental que la persona aprenda —muchas veces con acompañamiento profesional— a regular su nivel de exposición al dolor. Esto es, poder acercarse al dolor en ciertos momentos y tomar distancia en otros, permitiéndose oscilar entre el contacto y la desconexión. Esta autorregulación contribuye a transitar el duelo con una adaptación emocional mucho más sostenible en el tiempo.

Ninguna forma de afrontamiento, sea de conexión o desconexión con el dolor, es negativa en sí misma. Lo importante es que sea funcional para la persona en su situación particular.

Ejemplo de desconexión funcional: una mujer que acaba de perder a su esposo y tiene niños pequeños necesita salir a trabajar, estar disponible para cuidar y sostener a sus hijos, y encargarse de la vida cotidiana. En ese contexto, puede ocurrir que no esté lista para volver al cementerio o enfrentar ciertos recuerdos dolorosos, porque si lo hace, se podría desarmar y luego no poder cumplir con sus responsabilidades. En este caso, su desconexión del dolor no es un signo de negación, sino una forma saludable y necesaria de protegerse y fortalecerse para poder seguir adelante.

Ejemplo de conexión funcional: un hombre, que acaba de perder a su esposa, siente una tristeza profunda y reconoce que aún no puede sacar las pertenencias de su ser querido del cuarto que compartían. En lugar de evitar el contacto con su pérdida por completo, se permite sentir angustia cuando entra en la habitación, y poco a poco empezar a tener la intención de reorganizar ese espacio, pero sin presionarse ni forzarse. Su actitud refleja una conexión consciente y respetuosa con el dolor, que lo ayuda a procesar la pérdida de manera gradual y sana.

En definitiva, la conexión y desconexión con el dolor son funcionales cuando la persona puede reconocer y entender que sus formas de afrontar la pérdida le están ayudando a manejar la situación. El riesgo puede aparecer cuando el modo de afrontamiento se vuelve rígido o “se momifica”, es decir, cuando la persona queda atrapada en un solo modo sin poder adaptarse ni flexibilizarse. Mantener sostenidamente una posición fija y rígida puede dificultar el proceso de duelo y el bienestar emocional de la persona doliente.

Para concluir, el modelo de Margaret Stroebe y Henk Schut nos invita a enfocarnos en cómo se gestiona la pérdida, más que en buscar resultados en el duelo. Entender que cada persona maneja su dolor de manera única nos ayuda a reconocer que el proceso es flexible y personal. La evolución del duelo dependerá en gran medida de las formas en que se afronta la pérdida. Y es primordial evitar encasillar a las personas en modelos inflexibles que les indiquen cómo “deberían” sentir o actuar. Por lo que respetar y acompañar la diversidad de experiencias y ritmos es clave para favorecer un duelo mucho más saludable.

Este artículo fue elaborado sobre la base del libro “El tratamiento del duelo: asesoramiento psicológico y terapia”, de J. William Worden (Editorial Paidós, 1997) y lo abordado en el “Curso Anual de Especialización en Counseling en Duelo” a cargo de las prof. Mabel Weiskoff y Marcela Masserano (DOLUS, 2025).

martes, 20 de mayo de 2025

Cuaderno de lo irreversible: Rituales funerarios

mayo 20, 2025 Posted by Matías No comments
Perder a alguien es como quedarse a oscuras en pleno día: se fue la luz, y no hay señales de que vaya a volver pronto, ni tampoco certeza de que lo haga alguna vez. La muerte de una persona es una transición importante, no solo para el fallecido, sino también para sus familiares y allegados. En esos momentos movedizos y volcánicos, los rituales, como nunca, brindan estructura, significado y contención. En lo personal, los rituales siempre me convocaron, porque pienso que son esenciales para organizar, regular y dar sentido a momentos cruciales de nuestras vidas. Suavizan las transiciones entre distintos capítulos vitales y colaboran a entender y aceptar los cambios, no siempre esperables o previsibles.

Mi interés por los rituales se profundizó en 2018, cuando participé en un seminario sobre performances y rituales, dirigido por María Julia Carozzi, doctora en antropología, en la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM). Durante el curso breve, exploramos conceptos clave sobre rituales en las ciencias sociales, especialmente, en la antropología. Fue allí en donde conocí a Arnold van Gennep, un etnógrafo francés que propuso que las culturas organizan sus procesos de cambio mediante los llamados ritos de pasaje. Estos rituales marcan el paso de una persona o grupo de un estado a otro, y van Gennep identificó tres fases en este recorrido: i) separación, que implica alejarse del estado anterior; ii) liminalidad, la transición entre lo que era y lo que será; y iii) reincorporación, que confirma el cambio y el reconocimiento público del nuevo estado.



La muerte de mi papá no solo provocó un quiebre en nuestra vida cotidiana, sino que nos embarcamos en un proceso de distanciamiento simbólico. Poco a poco, nos estamos separando de él, primero en lo físico, visible, luego, en lo emocional, invisible, redefiniendo así nuestro lugar en la vida. Empezamos a dejar quienes éramos antes de su partida para poder reinventarnos como miembros dentro de una familia que ya dejará de funcionar como lo hacía antes. Cada integrante familiar, a partir de ahora, deberá encontrar su propio camino para reorganizarse frente a la ausencia.

No sabemos aún si se organizará un sepelio, velatorio o cremación. Al parecer, mi papá no dejó instrucciones al respecto, o al menos no lo conversó con nosotros, sus hijos. Un familiar que está interviniendo en los trámites posteriores al fallecimiento, se comprometió a informarme sobre cómo continuaría el proceso. Sin embargo, las horas pasan y todavía no tenemos noticias. Hoy es sábado. Han pasado menos de 24 horas desde que mi papá falleció, y mi hermana me escribe para preguntarme si sé algo. Le respondo que no, que aún no tengo información, así que vuelvo a contactar a nuestro familiar. Finalmente, me confirma que el entierro será el domingo a las 11:30 de la mañana. Le contesto con un “okay, gracias” y luego le transmito la información a mi hermana.

Cuando recibí la noticia del entierro de mi papá, sentí mucho alivio por la posibilidad de contar con un ritual de despedida. En el contexto actual en el que muchas personas no siempre cuentan con herramientas simbólicas y sociales para enfrentar la pérdida, este tipo de actos adquiere un valor profundo. Esta ausencia de recursos simbólicos está vinculada mayormente a un proceso creciente de desritualización de la muerte: velorios cada vez más breves, cremaciones aceleradas, funerales que a menudo se omiten, la pérdida de influencia de las religiones tradicionales, la dispersión geográfica de las familias, duelos vividos en soledad o en privado, el tabú persistente en torno al tema de la muerte, expresiones fugaces del dolor en redes sociales, entre otras causas.

El filósofo Byung-Chul Han, en La desaparición de los rituales, afirma que los rituales son técnicas simbólicas que nos permiten habitar el tiempo, del mismo modo en que una vivienda nos permite habitar el espacio. Los rituales configuran las transiciones fundamentales de la vida. Sin ellos, atravesamos de una etapa a otra sin contención ni continuidad. En ausencia de rituales, como dispositivos protectores, la vida queda expuesta, sin resguardo. Porque los rituales, en definitiva, son actos simbólicos que brindan estabilidad, que hacen que la vida sea más habitable, más duradera.


Ese domingo por la mañana, decidimos encontrarnos temprano con mi hermana para desayunar antes del entierro. Si bien llegué un poco antes de la hora acordada, ella se demoró un poco. Me avisó por mensaje que venía retrasada y que fuera pidiendo algo mientras tanto. Cuando finalmente llegó, lo primero que me contó fue que había tardado porque no sabía qué ponerse para el entierro: si debía vestirse completamente de negro o no. Le dije que yo también había tenido esa misma duda al vestirme; no estaba del todo seguro de cuál sería la mejor forma de presentarse en una ocasión así.

El luto —del latín lugere, que significa “llorar”— es la manifestación externa y social del duelo ante la muerte de un ser querido. Cumple una función expresiva en tres direcciones: hacia la sociedad, hacia uno mismo y hacia la persona fallecida. En primer lugar, el luto tiene una dimensión pública y social. A través de signos visibles —como el uso de ropa negra, el silencio, la ausencia a celebraciones u otros gestos simbólicos— la persona comunica al entorno que está atravesando una pérdida significativa. Esta señalización permite que quienes la rodean reconozcan su dolor, respondan con mayor empatía y respeto, y se facilite así una red de apoyo colectivo que mitigue el aislamiento emocional. En segundo lugar, el luto articula lo personal con lo colectivo. La experiencia del duelo es universal, y transitarla dentro de un marco compartido reafirma el sentido de pertenencia del individuo a la sociedad. Las normas sociales y creencias tradicionales ofrecen contención simbólica, y al mismo tiempo, la comunidad reconoce al doliente como alguien legítimamente afectado, le otorga un lugar, lo respeta y lo acompaña. Por último, el luto también cumple una función en el vínculo con el ser querido que partió. Por medio de gestos simbólicos —visitar el cementerio, encender una vela, escribir una carta, dedicar una canción— se mantienen presentes el amor, la tristeza, lo no dicho. Es una manera de sostener un lazo simbólico con quien ha muerto, prolongando su presencia en el tiempo de quien permanece.

Durante el desayuno con mi hermana, me contó algo que la había sorprendido el día anterior. Dijo que, en distintos momentos y lugares, sintió un aroma muy claro a sahumerio o incienso, sin que hubiera alguno encendido cerca. Se puso a investigar un poco y encontró que, según algunas creencias, este tipo de experiencia puede interpretarse como una señal de una presencia espiritual cercana. Para muchas personas, es una manera en que seres queridos fallecidos —o incluso guías espirituales— intentan manifestarse, ya sea para ofrecer consuelo, acompañamiento o algún tipo de mensaje sutil. Mientras me lo contaba, lo hacía con una mezcla de asombro y de emoción. Escucharla me hizo pensar en cómo, a veces, lo invisible encuentra formas inesperadas de hacerse presente.

Perder a alguien duele por dentro, pero no siempre se nota por fuera. Esa es la diferencia entre el duelo y el luto. El duelo es el proceso interior, subjetivo, que atravesamos cuando enfrentamos la muerte de un ser querido. Cada persona lo vive a su manera, sin reglas ni tiempos exactos. El luto, en cambio, es la manera en que ese dolor se expresa hacia el exterior. Es lo que los demás pueden ver: la ropa negra, el silencio, la ausencia a fiestas, celebraciones o actividades sociales, los rituales religiosos o familiares. El luto sigue costumbres, tradiciones o normas sociales, y, a veces, puede durar días, meses o incluso más. Así, el luto muestra lo que vivimos por fuera, pero el duelo revela lo que enfrentamos por dentro.

Llegamos al cementerio bastante temprano, así que decidimos dar una vuelta por la feria del parque que está justo enfrente. En paralelo, le escribimos a nuestros familiares para coordinar el ingreso, ya que no teníamos la ubicación exacta del entierro. Mientras esperábamos la respuesta, aprovechamos para sentarnos a tomar algo en una pizzería cercana. Justo después de hacer el pedido, recibimos un llamado de que nos estaban esperando y el entierro iba a comenzar en cualquier momento. Salimos apurados. Solo contábamos con el número de la sepultura, pero sin una referencia clara, no lográbamos ubicar el lugar exacto y el familiar con el que estábamos en contacto tampoco podía indicarnos bien dónde estaban. Fuimos preguntando a cada persona que nos cruzábamos, intentando encontrar el camino. Finalmente llegamos, pero ya era tarde. El entierro había terminado.

William Worden, un reconocido psicólogo especializado en el duelo, destaca la importancia de los rituales funerarios dentro del proceso de atravesar una pérdida. En principio, estos ritos ayudan a tomar conciencia de que la muerte ocurrió. Participar en un velatorio, entierro, cremación o ceremonia religiosa —o incluso simplemente ver el cuerpo— permite hacer más tangible y real la pérdida, marcando un momento claro de despedida, tanto simbólica como concreta. Además, ofrecen un entorno seguro donde expresar emociones y pensamientos sobre la persona fallecida. Habilitan momentos en los que se puede hablar de quien partió, compartir recuerdos, llorar, reflexionar sobre su vida o simplemente estar en silencio con otros que sienten lo mismo (o algo parecido). Estos rituales también ayudan en la transición hacia una nueva vida sin la presencia física del ser querido. Esto implica cambios prácticos —como aprender a realizar tareas que antes hacía esa persona o reorganizar la rutina diaria— pero también cambios más profundos: reconstruir la propia identidad sin el otro, redefinir el lugar de uno en el mundo, o incluso revisar creencias sobre la vida, la muerte y la espiritualidad. Por último, ciertos rituales que suelen mantenerse en el tiempo —como aniversarios, misas o visitas al cementerio— pueden servir para resignificar la relación con quien ha fallecido. No se trata de olvidar ni de “cerrar” algo, sino de encontrar un nuevo lugar para esa persona en la vida propia, y, así, poder seguir adelante sin dejar de recordar.


Nos quedamos un momento más en la sepultura de mi papá, en silencio, alargando ese tiempo de despedida que había empezado a destiempo. El día soleado, el cielo despejado, contrastaba con nuestro sentir. Un calor suave nos intentaba brindar algo de consuelo. Un familiar tomó la palabra y recitó un pasaje de la Biblia. Fue breve, pero suficiente para marcar un cierre simbólico. Luego, comenzamos a retirarnos, despacio, como si nuestros cuerpos se resistieran a alejarse del lugar o más bien de él. Nuestros familiares nos invitaron a almorzar, pero mi hermana y yo, preferimos no ir. Sentíamos que necesitábamos estar nosotros dos juntos. ¿Cómo se comparte el momento entre quienes viven un dolor similar? ¿Qué palabras sobran y cuáles, aunque mínimas, sostienen? Mi hermana llamó a su pareja, que llegó poco después. Nos subimos al coche con él y emprendimos el regreso, cada uno en su propio mundo, procesando la despedida en su propio lenguaje de pérdida. ¿Cuánto tiempo lleva realmente despedirse de alguien? ¿Se llega a despedir uno del todo alguna vez? 

Este artículo fue elaborado sobre la base del libro “Iluminando el duelo: orientación y recursos para transitarlo sanamente”, de Mabel Weiskoff (Editorial Bonum, 2023) y lo abordado en el “Curso Anual de Especialización en Counseling en Duelo” a cargo de las prof. Mabel Weiskoff y Marcela Masserano (DOLUS, 2025).

domingo, 18 de mayo de 2025

Cuaderno de lo irreversible: ¿Y si la felicidad se esconde también en lo que duele?

mayo 18, 2025 Posted by Matías No comments
Todo lo que hacemos en nuestra vida —trabajar, estudiar, salir con amigos, viajar, escuchar música, ver películas o crear proyectos— lo hacemos, en el fondo, por algo. Aristóteles, en Ética a Nicómaco, obra que probablemente haya dedicado a su hijo Nicómaco, explica que ese algo es la felicidad, o como él la llama en griego, eudaimonía. La felicidad es lo único que deseamos por sí mismo, no como un medio para otra cosa. Por eso, todas nuestras acciones, de una forma u otra, apuntan hacia ella. Es el fin más alto, el bien supremo. Pero para Aristóteles, la felicidad no es un momento placentero ni una emoción pasajera, sino es el resultado de vivir de manera virtuosa y racional durante la vida entera. Una vida virtuosa es vivir con prudencia, justicia, valentía, templanza y otras virtudes que se adquieren y desarrollan mediante la práctica y el hábito; mientras que una vida racional es pensar antes de actuar, elegir con prudencia y responder con sabiduría a lo que la vida nos presenta. En definitiva, la felicidad se cultiva día a día en nosotros, a partir de la forma en que elegimos vivir, decidimos y actuamos.


Ese jueves decido ir a ver a mi papá a la clínica en donde está internado. Voy en moto. Últimamente, empecé a tomar Uber Moto para ir a distintos lugares. Es más barato, llego más rápido y, además, me siento más conectado con lo que pasa a mi alrededor, viento, sonidos, luces, autos, personas. A veces, charlo con el conductor, en especial, cuando paramos en los semáforos. Pero también estoy más expuesto a caídas, choques, o imprudencias de otros conductores, y eso preocupa a mi familia. Incluso, a mí, por momentos, el viaje me genera tensión, sobre todo, cuando el conductor acelera a fondo o cuando no sé bien de dónde agarrarme y el camino está empedrado o es irregular. Desde que me enteré de la enfermedad de mi papá, siento que perdí el control y la dirección de mi vida. Como si en vez de decidir por mí mismo, ahora me subiera a la moto y dejara que otro me lleve. Y sí, puede ser cómodo, eficiente o reconfortante, pero también siento que estoy dejando de elegir, de pensar con claridad o de actuar con prudencia. Y lo más difícil, a esta altura, es que todavía no sé bien cómo volver a tomar el volante.

Cada vez que llego a la clínica, necesito quedarme un rato afuera. No puedo entrar de inmediato. Entonces me quedo cerca de la puerta de entrada, y miro a la calle, a la gente que pasa, a los coches estacionados. De vez en cuando miro el azar del cielo, otras veces, me quedo observando las baldosas partidas del piso. Reviso el celular sin prestar demasiada atención, leo mensajes antiguos, escucho audios que ya escuché. Me concentro en las hojas de los árboles que ya se cayeron. Estiro el tiempo todo lo que puedo, para ganar un poco de potencia. Me invento excusas para un aún-no-entrar. Es una especie de ritual, una coreografía del dolor, que me permite, al menos por un momento, juntar los pedazos sueltos de mí mismo en mí mismo antes de cruzar esa puerta que vuelve a partirme en nuevos pedazos. Y entre una cosa y otra, sigo sin saber si lo que estoy haciendo es empezar a despedirme de él, muy de a poco, o aferrarme con desesperación a lo último que queda de él.

En camino a la habitación 208, saludo a médicos/as y enfermeros/as. El día afuera está radiante, acá, no lo sé. Entro y lo veo a mi papá, que empieza a incorporarse después de estar acostado. Me suele contar cómo pasó sus días. Le preocupa la hinchazón en las piernas. También me habla de los/as profesionales que lo visitan a diario. El día anterior, me confesó que pasó una asistente social y le preguntó si quería ver a un párroco. Le respondió que no. Un psiquiatra y una psicóloga se dieron una vuelta también por ahí. Lo noto entregado. Me dice, despacio, que ya no hay mucho más que se pueda hacer por él, con él. Me cuenta además que le cuesta dormirse, que se despierta de madrugada y ya no logra volver a conciliar el sueño. Me habla de los “rescates”, las dosis de morfina que puede pedir: cuatro o cinco al día, como máximo. A veces le preocupa haber usado varios rescates y que no le queden suficientes para el resto del día. Cada vez que pide uno, me dice, le preguntan con una voz suave y, a la vez, firme: “Matías, ¿qué anda pasando?” No me comparte la respuesta a eso que le preguntan.

Con mi papá charlamos sobre el trabajo, algo central en su vida, y me pregunta por mi situación laboral actual, que es cada vez más inestable y endeble, pero no le digo mucho para no preocuparlo. Insiste: “¿seguís con tus laburos?, está todo bien, ¿no?, venís bien, ¿verdad?” Le aseguro que todo marcha bien y prefiero esquivar los detalles. Le armo, entonces, una respuesta despejada de toda realidad, cuidada, que lo deje en paz. Me escucha y asiente, está satisfecho, como si ya supiera lo que iba a decir. Por momentos, me pregunta por empleos que nunca tuve o por viajes que jamás hice. Simplemente, me acomodo a su relato, sin corregirlo ni contradecirlo. Después de un silencio, sin aviso previo, cambia de tema de golpe y empieza a hablarme de la felicidad. Me mira serio y me aconseja que busque mi felicidad, que no le preste tanta atención a los demás. Me cuenta que él se equivocó, por escuchar demasiado a otros. Vuelve con que haga lo que me haga bien, sin dar tantas vueltas y sin explicarle nada a nadie. Que si los de afuera quieren opinar, que lo hagan, pero que no me deje influenciar.


La felicidad no es neutra. Desde la infancia se nos enseña, por lo general, que formar una familia (heterosexual), tener hijos, contar con un estudio, lograr un buen trabajo, consumir ciertos productos, tener una actitud positiva, etc. "llevan" a la felicidad. Se nos dice: “si hacés esto, esto, esto y esto, serás feliz”, pero, al mismo tiempo, se nos desliza: “si no hacés esto, esto, esto y esto, entonces, no lo serás”. Por lo que, en muchos casos, somos llevados, casi sin darnos cuenta, hacia la felicidad, a partir de sugerencias, consejos, advertencias, opiniones, etc. Sara Ahmed, filósofa y teórica feminista, propone una mirada crítica y política sobre la felicidad, especialmente, en su libro La promesa de la felicidad sostiene que la felicidad no es únicamente una emoción individual, sino un conjunto de promesas sociales que se usan para regular conductas, reforzar normas culturales y excluir a quienes no encajan con lo esperado. Porque la felicidad no está en las cosas mismas (en un trabajo, en un estudio, en los productos, etc.), sino que se proyecta sobre ciertas decisiones y acciones para conseguir esas cosas. Por lo que, ¿qué tipo de vidas son consideradas felices? ¿qué modelos de felicidad estamos siguiendo sin cuestionar? ¿qué pasa si rechazamos las promesas de felicidad (hegemónica)? ¿es posible imaginar otras formas de felicidad que no estén al servicio de lo esperable?

A medida que charlamos sobre la felicidad, notamos que el aire acondicionado empieza a gotear. Llamamos al técnico y, mientras esperamos, le pregunto si quiere que le ponga crema en las piernas y en la espalda. Me dice que sí animado y me señala con la mano 
a la crema humectante que se encuentra en la repisa junto a la ventana. Al rato llega la comida adentro de una estructura recubierta para que se mantenga caliente. Me pide que la saque y, al destaparla, aparece un pastel de papa delicioso. Yo me entusiasmo con lo que va a comer, pero él no prueba bocado. Solo toma un poco de agua. Me cuenta que en la clínica le preparan comidas exquisitas, aunque últimamente casi no tiene hambre. Come apenas un poco, a veces, nada. Al fin llega la persona de mantenimiento. La charla nuestra se detiene y los dos nos quedamos mirando, en silencio, cómo el técnico arregla el aire acondicionado, como si ese observar juntos ese acto de arreglo fuera, por un momento, otra forma posible de felicidad.

Me despido rápido, con palabras cortas, pero con una promesa de regreso: le digo que pronto voy a volver a visitarlo. Él se recuesta lento y se queda mirando hacia la ventana. No sé si me escucha o si ya está lejos, en otro tiempo o lugar. Salgo de la habitación sin mirar atrás y bajo por el ascensor para salir de la clínica. Afuera, la ciudad sigue su curso, ajena a todo, como de costumbre. El día está enrarecido: hay sol, pero está nublado y pesado, como si en cualquier momento fuera a llover. Decido volver caminando a casa. El cuerpo me duele raro, no es de cansancio o agotamiento, es algo más interior aún, quizás el dolor obstinado de estar perdiendo a alguien, de a poco. Y pienso en lo que me dijo mi papá: que buscara mi propia felicidad, que no escuchara tanto a los demás. ¿Esto valdrá también para mí? Camino con esa frase como si fuera un escudo. Pero hoy, la felicidad parece tan lejana, como el sol que ahora se escondió detrás de esas nubes abatidas que no parecen querer irse.


Y en medio de todo eso, me viene a la cabeza una frase que me quedó dando vueltas hace un tiempo. Está en El sutil arte de que (casi todo) te importe una mierda, de Mark Manson, un bloguero que escribe sobre desarrollo personal, con un estilo directo, provocador y ácido. Dice así: “El deseo de una experiencia más positiva es en sí misma una experiencia negativa. Y paradójicamente, la aceptación de la experiencia negativa es en sí misma una experiencia positiva.” Manson explica que perseguir la felicidad como si fuera una meta —“cuando consiga ese trabajo”, “cuando me mude”, “cuando esté con alguien”— es una trampa. La felicidad no llega por alcanzar algo, sino cuando enfrentamos problemas que realmente nos importan y vivimos de acuerdo con lo que valoramos. En ese sentido, la felicidad aparece como consecuencia, no como objetivo. La clave está en que no se trata de evitar los desafíos, sino de elegir los que valgan la pena. Y, desde esa lógica, me sorprendo, porque reflexiono: ¿y si lo que estoy viviendo ahora, aunque suene raro, es una forma de felicidad que aún no sé nombrar? ¿Y si la felicidad no siempre se deja ver y también se esconde en lo que duele? ¿Y si lo que creemos que no es felicidad, en realidad, también lo podría ser? ¿Y si hay una felicidad más real, menos luminosa, que aparece cuando todo parece derrumbarse? 

sábado, 17 de mayo de 2025

Cuaderno de lo irreversible: Flotar en el ciclo de la vida

mayo 17, 2025 Posted by Matías No comments

Empecé a ir a las sesiones flotantes gracias a un regalo inesperado. Un consultante de mi práctica de counseling me ofreció una sesión después de haber trabajado juntos en un proceso supervisado de cinco encuentros. La verdad, no tenía idea de qué se trataba, así que me puse a averiguar. Descubrí que la terapia de flotación consiste en recostarse en una pileta de aislamiento sensorial con agua a temperatura corporal y con sulfato de magnesio (sales de Epsom). El cuerpo flota sin esfuerzo, como si fuese un corcho. Quise saber un poco más, y me encontré con que esta práctica tenía muchos efectos positivos: ayuda a calmar el estrés y la ansiedad, alivia dolores crónicos, mejora el sueño y también favorece la introspección y la meditación. Nunca me imaginé que algo tan simple como flotar significara un modo de volver a mí -y a él-

El consultante me animó a probar; me contó que a él le había hecho muy bien. “Hola, Matías, recién salgo de una sesión en el flotario. Súper relajante”, “…Esta vez me quedé dormido a la mitad de la sesión con la música puesta, luego se cortó y me quedé despierto”. “Podés salir a un patio y tomarte un té. Muy agradable el lugar”. Me decidí a ir, y la primera vez que fui, me tocó la pileta de arriba que es sin tapa. La experiencia me resultó tan fascinante como inquietante. Estar casi una hora flotando en una pileta individual fue algo completamente nuevo para mí. Cuando salí de allí, la realidad me esperaba, pero yo estaba en otro ritmo. Me ofrecieron algo para tomar y "aterrizar" de a poco, y lo acepté sin dudar. Me preparé un té de canela. Todo se sentía distinto, estaba entre letárgico y espectral, como si algo dentro mío se hubiese reacomodado o movido para bien. Esa tarde, al llegar a casa, dormí una siesta larga con una profundidad desconocida, algo que no me pasaba hacía varios días. Después de esa oportunidad, volví varias veces más al flotario.

La mañana en que falleció mi papá, estaba yendo casualmente a una sesión de flotación. Me acuerdo de que esa vez me tocaba usar el flotario con tapa. En realidad, era un regalo de cumpleaños que le había hecho a mi hermana, pero unos días antes, ella me había dicho que no iba a poder ir por un imprevisto, así que me ofreció su lugar. Acepté. Cuando recibí la noticia de mi papá, lo primero que pensé fue en cancelar. ¿Cómo iba a encerrarme en esa cápsula cavernosa en medio de semejante dolor? Pero después cambié de opinión: flotar podía ayudarme a no hundirme, porque el agua, con su presencia salina, podría sostenerme, aun cuando todo adentro mío se estuviera cayendo en picada. Y así, sin planearlo, ese regalo que no era mío se convirtió en algo mucho más revelador de lo que imaginaba.

Elizabeth Kübler-Ross (1926-2004) fue una psiquiatra suiza-estadounidense, pionera en los estudios de duelo, pérdida y muerte. En su libro Lecciones de vida, escrito junto a David Kessler, comparte una reflexión profunda sobre la "Lección de la pérdida", a partir del intercambio que mantuvo con un alumno:

Un estudiante de psicología que estaba terminando la carrera se debatía interiormente debido a la pérdida que supondría la muerte de su abuelo, el cual había contribuido a su educación y estaba gravemente enfermo. Según dijo, parte de su conflicto residía en la decisión de aplazar su último año de estudios para pasar más tiempo con él. Pero también se sentía impelido a terminar la carrera en aquel momento, porque estaba aprendiendo mucho sobre la vida.

-Lo que estoy aprendiendo ahora en la facultad -explicó-, me está ayudando de verdad a crecer como persona.

-Si quieres crecer como persona y aprender, debes darte cuenta de que el universo te ha matriculado en un curso de posgrado de la vida llamado «pérdida» -le respondí. Al final perdemos todo lo que tenemos; sin embargo, lo que de verdad importa no se pierde nunca. Nuestras casas, coches, empleos y dinero, nuestra juventud e incluso nuestros seres queridos son sólo un préstamo. Como todo lo demás, nuestros seres queridos no nos pertenecen. Pero esta realidad no tiene que entristecernos, sino todo lo contrario, pues nos permite valorar más las múltiples y maravillosas experiencias y cosas de las que disfrutamos durante nuestra vida en este mundo.

Si la vida es una escuela, la pérdida es, en muchos aspectos, la asignatura más importante del programa de estudios. Cuando sufrimos una pérdida, experimentamos también el cariño que nuestros seres queridos (y a veces incluso los desconocidos) sienten por nosotros en nuestros momentos de necesidad. Una pérdida es un vacío en nuestro corazón, pero es un vacío que reclama más amor y que nos permite albergar el de los demás.

Esa misma sensación de vacío y fragilidad del amor la experimenté cuando entré a la pileta y cerré la tapa, aislándome así del mundo exterior. Me puse los tapones para los oídos y agarré la almohadilla para apoyar mi cabeza. Ni bien me acosté, me empecé a sentir a la deriva, sin dirección, vacilante. Una música suave comenzó a llenar el espacio blindado y la cámara se iluminó de estrellas, mientras un aire fresco empezaba a entrar por las aberturas de los laterales. ¿Podría mi papá estar en alguna de esas estrellas tan cercanas a mí? El aire se sentía algo espeso, me costaba respirar, no sabía si era por la sal o por la angustia. Suspendido en ese líquido amniótico, regresé a mis primeros momentos emocionales y, así, mi cuerpo recordó lo que mi mente había olvidado: esa sensación de estar seguro en el útero materno, mi primer domicilio, sin saber aún qué era el mundo. Volví a los inicios fundantes, donde todo era silencio, latido, intuición y el futuro aún no tenía forma. ¿Será que, a veces, para seguir adelante hay que volver primero al lugar donde todo empezó?

Durante la sesión de flotación, algo dentro de mí no lograba aplacarse. Mi cuerpo se movía constantemente de un lado a otro, buscando una posición que mi mente no lograba encontrar. Era como si lo físico intentara compensar el desorden interno de pensamientos, emociones, recuerdos y experiencias que se sucedían sin un rumbo claro. En medio de esa tormenta personal, apareció, de pronto, una imagen nítida. Mi papá, acompañándome a inscribirme en la facultad de ingeniería, allá por los primeros años del 2000. Era plena crisis económica, social y política en Argentina, y, sin embargo, él estaba ahí. Presente. No decía mucho, no intervenía demasiado, pero acompañaba mis primeros momentos del camino hacia la vida adulta. Y entonces recordé que el amor es un sentimiento que tiene que ver más con el dar que con el recibir. A veces se da tiempo, a veces silencio, a veces palabras, a veces compañía, a veces lo que se puede. Es dar desde lo que uno puede. Suena simple, pero no lo es. Cuanto más amor doy, más amor siento. Dejar de esperar -o buscar menos- y empezar a ofrecer más.

Y, como un eco inevitable, aparece no sé de dónde el recuerdo del último cumpleaños que compartimos con mi papá, allá por 2017. Vino a visitarme al departamento en donde vivía en aquel entonces, en pleno microcentro. Después de ese día, no volvimos a vernos cara a cara. No hasta que supimos de su internación. Casi nueve años sin vernos ¿Es posible que un duelo empiece cuando aún hay vida, pero deja de haber encuentro? ¿Y si parte del dolor por la muerte es también el dolor por lo que no se resolvió antes?

La muerte de mi papá ocurrió a los dos y tres días del cumpleaños de mi hermana y mio. Fue como si el universo -o no sé qué- hubiera decidido que el celebrar y el despedir cohabitaran. Es la dualidad de la vida. O, mejor dicho, la sabiduría circular del tiempo que nos recuerda que todo lo que comienza lleva implícito un final, y que, a su vez, cada final, de algún modo, nos empuja también hacia un nuevo comienzo. Como dice Kübler-Ross, del mismo modo que no hay bien sin mal ni luz sin oscuridad, no hay pérdida sin crecimiento. Pero que, por muchas pérdidas y finales que se produzcan en nuestra vida, siempre hay nuevos comienzos a nuestro alrededor. El ciclo de la vida nunca deja de manifestarse. Ella comparte al respecto la siguiente anécdota en la "Lección de la pérdida":

Una noche, ya tarde, me encontraba en el departamento oncológico de un hospital visitando a un paciente. Allí, hablé con una enfermera que se sentía desolada porque acaba de perder a un enfermo.

- ¡Es la sexta persona que he visto morir en esta semana-se lamentó- No lo soporto más. No puedo presenciar una pérdida tras otra y tras otra. Es como si no existiera un final; no sé si esto acabará algún día.

Pregunté a aquella enfermera sensible si podía hacer una pausa para caminar conmigo. Antes de que pudiera responder, la tomé con suavidad de la mano y nos dirigimos a otra ala del hospital. Después de doblar una esquina, entramos en la zona de la maternidad y la conduje hasta la cristalera que nos separaba de los bebés recién nacidos. Observé su rostro mientras contemplaba aquellas vidas nuevas como si nunca hubiera presenciado una escena semejante.

-Debido al trabajo que realiza -le dije-, tendría que venir aquí con frecuencia para recordar que la vida no solo consiste en sufrir pérdidas.

Y, así, de la nada, me avisan por el parlante que la sesión ya había terminado, y me preguntan si todo estaba bien. Contesto que sí, que ya salía. Cuando logro abrir la tapa del flotario, todo se siente igual, pero yo no tanto, algo cambió. No termino de entender si me siento con más fuerzas para seguir adelante, o mejor preparado para poder empezar a levantarme de la caída. Esta vez no tomo el té, no hace falta. La realidad que me espera afuera me resulta menos hostil. Es más, me recibe con una suavidad que antes no notaba, y con eso me basta para dar los primeros pasos, aunque fuera de a poco.

viernes, 16 de mayo de 2025

Cuaderno de lo irreversible: El duelo en escena

mayo 16, 2025 Posted by Matías No comments
Hoy decido ir al cementerio, después de haberlo sobrepensado durante días. Ayer compré flores que no conocía en una florería cerca de casa. La encargada me dijo que eran crestas de gallo. Nunca las había escuchado nombrar. Son flores curvadas, sedosas, arrugadas, casi artificiales, que producen un contraste visual inesperado con su entorno. Cuando llegué a casa, las puse en una jarra azul con abundante agua, siempre con cuidado, y traté de tenerlas cerca de mi todo el tiempo. Sin darme cuenta, empecé a crear pequeños rituales, para poder hacer frente al dolor de su muerte.

Son incontables las formas de definir el duelo. Es un intento de reordenar la vida, después de contactar con el poder desordenante de la muerte. Es un ascensor que, con algunas paradas inesperadas, nos mueve desde lo más hondo de la pérdida hacia una forma nueva de estar en el mundo. Es una respuesta orgánica del ser humano, para poder sostenerse y continuar con la vida, ante una experiencia de muerte. Es un puente que une dos vidas lejanas: una conocida y habitada, antes de la pérdida; y otra desconocida e inexplorada, después de ella. Es, en última instancia, lo que nos desafía a reinventar los que éramos, mientras aprendemos a (con)vivir con lo que acabamos de perder.

Suelo decir “buenos días” cuando saludo a las personas, pero acá, en el cementerio, las reglas parecen ser otras. Cuando estoy por acercarme a la zona donde se encuentra mi papá, descubro —al preguntarle a un trabajador— que me falta un dato esencial para ubicar su sepultura: el tablón. Para encontrar a alguien aquí se necesita una coordenada completa: sección, manzana, tablón y sepultura. Además, no se dice tumba, se dice sepultura. Es llamativo, sospecho, cómo la muerte también necesita de sus propios nombres y distinciones, de un sistema de orden para darle sentido a lo irreparable.

Ese trabajador se me acerca con intención de ayudar y me pregunta hace cuánto falleció la persona que busco. ¿Sabrá que se trata de mi papá? ¿Será importante ese dato? Me enfoco solo en lo que necesita. Le digo que hace unos diez días. Me responde: “Debe andar por acá”, mientras me hace un gesto amplio con la mano, como señalando toda la zona. Después me pregunta el apellido. Le digo: “Wersocky, Matías Wersocky”. Al decirlo, siento que me nombro a mí mismo. Como si con la muerte de mi papá, algo en mí también se hubiera ido. ¿Qué de mí murió con él? El hombre intenta llamar a alguien de la recepción del cementerio, pero no le contestan. Entonces me pide que le deletree el apellido. Lo hago. Envía un mensaje por WhatsApp, y luego un audio, pidiendo que por favor le pasen la ubicación exacta. Antes de volver a su trabajo con los otros muchachos, me dice que me quede cerca, que en cuanto le respondan me va a avisar. Le agradezco. Se va.

El duelo duele en todo nuestro ser. La palabra “duelo” viene del latín dolus, que significa justamente eso: dolor. Es un dolor que nos afecta por todos lados al mismo tiempo. Nos puede doler el cuerpo: sentimos cansancio, nos duele la espalda, perdemos el apetito, dormimos mal o demasiado, incluso se nos puede caer el pelo. También la cabeza se nos llena de cosas: aparecen recuerdos, pesadillas, nos cuesta concentrarnos o nos invaden los mismos pensamientos una y otra vez. Las emociones se enredan: tristeza, enojo, miedo, culpa, angustia, impotencia. En lo social, también hay cambios: algunos necesitan estar solos, otros buscan estar acompañados, y a veces ni sabemos cómo hablar con los demás o qué decir. Incluso nos toca en lo más profundo de lo espiritual: empezamos a preguntarnos por el sentido de la vida, por la muerte, por nuestras creencias, cambian nuestras prioridades, nuestra forma de ver las cosas.  En el fondo, el duelo nos recuerda que somos seres holísticos y por eso es necesario estar abiertos a sentir, a escuchar, a recibir apoyo y acompañar este dolor total sin invadirlo ni apurarlo.

Sigo dando vueltas, revisando nombres y apellidos, buscando fechas y mirando las referencias en el piso, pero no encuentro nada. ¿Será que mi papá sigue en el lugar donde nos despedimos hace solo unos días? De repente, me cruzo con un chico con una remera que dice "cementerio". Le pregunto cómo se llama, y me responde Matías; le digo, al igual que yo -y que él- “Un gusto”. Le cuento que estoy buscando a mi papá, me cuesta aún decir "la sepultura" o "la tumba". Le pregunto si tiene alguna información. Inmediatamente me pregunta por la sección, la manzana y la sepultura. Le digo todo, pero me falta el número del tablón. Luego, me repite la misma pregunta que me hizo la persona anterior: la fecha de fallecimiento, nombre y apellido de mi papá. Al escuchar los datos, parece reconocer la información. Me pregunta si puede ser que haya hablado con su pareja hace unos días. Le respondo que es posible. Me guía hasta el lugar y me dice: "Creo que es aquí". Y efectivamente, era allí. Nos quedamos hablando de mi papá, como si ahora él fuera solo un lugar.

En el duelo, duele todo: el pasado, el presente y el futuro. El pasado duele porque ahora lo miramos desde la ausencia. Lo que no fue, lo que no llegamos a compartir y lo que quedó pendiente pesa distinto. Muchas veces, idealizamos lo que perdimos, los recuerdos se agrandan con distorsiones por la ausencia. Hasta lo vivido duele, porque lo vemos desde lo que ya no está. El presente duele también porque la falta es concreta. Esa persona ya no forma parte de nuestros días. Y el futuro duele, claro que sí, porque nos confronta con todo lo que no va a pasar: los planes que teníamos, los sueños compartidos, los momentos que imaginábamos, las celebraciones que no serán. El duelo, en esencia, se vive en tres tiempos a la vez.

Me sorprende lo que encuentro. La última vez que estuve ahí, solo había tierra desparramada, mal puesta. Ahora hay plantas y flores que parecen haberse sumado a su lugar, como si quisieran construir con él un nuevo proyecto de vida. A los costados hay dos flores, y cuando el sol las enfoca, sus pétalos reflejan la luz hacia los vecinos de mi papá. Uno de ellos se llama Néstor. Del otro no sé nada, no hay nombre a la vista, o al menos yo no lo veo. Matías, el chico que me acompañó, me dice que enseguida vuelve, que va a buscar agua para las flores que yo traje. Antes de irse, mueve uno de los girasoles grandes que estaba tapando el nombre de mi papá en la cruz. Me costó sostener la mirada sobre su nombre que refracta mi propia pérdida. Leo también la fecha: 04 de abril. Y me cuesta caer en la cuenta de que fue hace tan poco. En ese momento, me viene a la cabeza el poema Funeral Blues de Auden: Paren todos los relojes, descuelguen el teléfono... / Ya no deseo las estrellas: apáguenlas todas / Llévense la luna y desmantelen el sol / Vacíen el océano y talen los bosques / Porque ya nada puede volver a ser como antes.

Cada persona atraviesa el duelo a su manera, pero muchas veces nos movemos entre dos extremos: escapar por completo del dolor o quedarnos pegados a él todo el tiempo. Cuando intentamos evadirlo, lo escondemos, lo negamos o lo dejamos para después. Pero eso no hace que desaparezca: solo lo depositamos en una olla a presión que en algún momento va a estallar. Pero si estamos en contacto constante con la pérdida, corremos el riesgo de quedarnos atrapados ahí. Toda nuestra energía se va en el dolor, y poco a poco nos desconectamos de la vida. Lo importante es no irnos a ninguno de esos extremos. Ni huir del dolor, ni quedarnos a vivir en él. Es encontrar una distancia justa, un punto de equilibrio que nos permita seguir adelante sin negar lo que sentimos.

Matías vuelve con la regadera, llena de agua el pequeño recipiente a los pies de la sepultura y me dice: “Listo, ahora podés poner las flores”. También se toma un momento para limpiar la cruz, porque el "RIP" estaba cubierto de tierra y casi no se leía. Cuando termina, me avisa: “Ahí quedó”. Y de alguna forma, ahora es oficial: mi papá descansa en paz. Me quedo un rato con él. No hace falta decir nada. El silencio de ese momento hace también camino. Quiero agradecerles a Matías y al otro hombre que me ayudó, pero ya no los veo por ahí. Entonces decido emprender la vuelta. En el trayecto, me cruzo con muchas personas que, como mi papá, también se fueron hace poco. Y pienso que quizás la muerte no rompe los vínculos: solo los transforma.

Este artículo fue elaborado sobre la base del libro “Iluminando el duelo: orientación y recursos para transitarlo sanamente”, de Mabel Weiskoff (Editorial Bonum, 2023) y lo abordado en el “Curso Anual de Especialización en Counseling en Duelo” a cargo de las prof. Mabel Weiskoff y Marcela Masserano (DOLUS, 2025).

sábado, 8 de abril de 2023

¿Los artefactos tecnológicos contienen carga política? – Langdon Winner

abril 08, 2023 Posted by Matías No comments
Que los artefactos tecnológicos (máquinas, dispositivos, estructuras, sistemas, etc.) tengan cualidades o propiedades políticas parece ser una afirmación contraintuitiva. En principio, porque a los artefactos tecnológicos se los suele asociar con aspectos o asuntos técnicos, tales como eficiencia, eficacia, productividad, optimización, etc. pero también porque los agentes políticos suelen ser, en verdad, las personas que, en sus relaciones con otros actores, desarrollan ciertas formas de poder y autoridad. En ese contexto, Winner formula una pregunta provocativa, ‘¿tienen política los artefactos?’, que, a simple vista, puede parecer absurda, sinsentido o ilógica, no obstante, el ejercicio de respuesta a ese interrogante permite estrenar otras posibilidades de acercamiento a las tecnologías contemporáneas.

Por: Matías A. Wersocky. 30 de marzo de 2023.


Langdon Winner es un académico que investiga los problemas sociales y políticos aparejados al cambio tecnológico moderno. Fue distinguido por el The Wall Street Journal como "El académico líder en la política de la tecnología". Obtuvo sus títulos de grado y posgrado (maestría y doctorado) en ciencia política en la Universidad de California en Berkeley, EE. UU. Es autor de Autonomous Technology y The Whale and The Reactor: A Search for Limits in an Age of High Technology y editor de Democracy in a Technological Society. Es ex presidente de la Sociedad de Filosofía y Tecnología. Ocupa la Cátedra Thomas Phelan de Humanidades y Ciencias Sociales en el Departamento de Estudios de Ciencia y Tecnología del Instituto Politécnico Rensselaer en Troy, Nueva York. Entre sus cursos se incluyen "Raza y tecnología", "Tecnología y teoría social", "Diseño, Cultura y Sociedad", entre otros.

Winner describe en su artículo ‘¿Tienen política los artefactos?’ (Do Artifacts Have Politics?) que solemos pensar que las tecnologías son neutrales, ecuánimes o imparciales, en términos políticos. Pero podemos sorprendernos al descubrir cualidades políticas en aleaciones de acero, plásticos, transistores, circuitos integrados o compuestos químicos. Porque, en general, no nos detenemos a pensar si un determinado invento técnico pudo haber sido diseñado y construido con intenciones particulares ocultas para ocasionar ciertos efectos disímiles a sus usos corrientes o inmediatos; o bien nos cuesta un poco reconocer de qué manera ciertas tecnologías podrían ser usadas, por ejemplo, para acrecentar el poder, la autoridad, los privilegios, las influencias, etc. de determinado/s grupo/s social/es a costa de otro/s. En definitiva, las tecnologías se encuentran, en líneas generales, entretejidas o entrelazadas con las condiciones políticas contemporáneas. De ahí que Winner se ocupe de explicar cómo es que los artefactos técnicos se cargan de política y proporcionar ejemplos concretos que permitan iluminar las posibles modalidades de infusión política.

Los estudios o los trabajos que se acercaron a la tesis polémica de las propiedades políticas de los aparatos técnicos se asentaron en dos posiciones principalmente deterministas: el determinismo social de la tecnología y el determinismo de la tecnología. Por un lado, el determinismo social de la tecnología no coloca el foco de atención en la tecnología en sí, sino que se trata de un acercamiento mucho más contextual y amplio, esto es, en las condiciones sociales y económicas en las que se encuentra la tecnología. Entonces, esta postura indaga en las circunstancias sociales y económicas que acompañan, impulsan, justifican, etc. la creación, desarrollo, empleo, retiro, etc. tecnológico. Se apuesta, entonces, a que la coyuntura socioeconómica, en particular, acarreé una politización de los procesos tecnológicos (conflictos de interés entre actores, negociación de posiciones en confrontación, redistribuciones de cuotas de poder entre actores, alianzas o divisiones políticas, acuerdos o desacuerdos entre agentes, etc.) y, así, las tecnologías resultantes se carguen o se insuflen de política.

Pero, por otro lado, el determinismo de la tecnología implica que las tecnologías se desarrollan a causa de su propia dinámica evolutiva interna, sin interferencia o mediatización de fuerzas políticas, económicas, sociales, ambientales, etc. y que estructuran a la sociedad para adecuarla a sus objetivos, decisiones, acciones, etc. Se trata de un determinismo que desconecta a las tecnologías de los cables que las ligan a los contextos a los que pertenecen. En este caso, el centro de atención recae en las tecnologías en sí y en sus impactos o efectos sociales. Por lo que la politización se puede detectar en el propio proceso constructivo de las tecnologías (por ejemplo, en los conflictos en pugna en las estrategias y decisiones técnicas, en los acuerdos o desacuerdos detrás de las técnicas, modelos o herramientas a usar en el desarrollo e implementación, en los sesgos humanos en los algoritmos, etc.), pero también se puede ubicar en los impactos o efectos sociales que generan las tecnologías (por ejemplo, en cómo pueden favorecer a cierto/s grupo/s social/es y perjudicar a otro/s grupo/s social/s, en cómo pueden ampliar las cuotas de poder de determinados agentes y achicar los quantums de poder de otros actores, en los mecanismos de segregación, discriminación y marginación social, etc.).

Winner se distancia, en algún punto, de ambas posiciones. En principio, porque el determinismo social de la tecnología le resta importancia a los aparatos técnicos; mientras que el determinismo de la tecnología parece que se desconecta de las condiciones sociales de producción, transformación y evolución de los artefactos técnicos. Entonces, Winner propone una forma alternativa de pensar la tesis de las cualidades políticas de los artefactos tecnológicos. Para él, existen dos formas posibles por las cuales los artefactos técnicos pueden adquirir energía política: los artefactos pueden ser objetos de política, o bien objetos políticos. Es importante aclarar, no obstante, antes de proseguir, que para Winner el término ‘política’ alude a los acuerdos de poder y autoridad que se establecen entre personas y a las acciones que se desarrollan en el marco de esos acuerdos, mientras que por el concepto ‘tecnología’ refiere a todo tipo de artefacto práctico moderno (en particular, tecnologías, piezas o sistemas físicas, tangibles, de cierto tipo especial).

Los artefactos (técnicos) como objeto de política

Entonces, ahora sí, los artefactos como objeto de política constituyen un medio para alcanzar un cierto fin en un contexto específico. Estos artefactos son cargados políticamente a través de los procesos de invención, diseño, construcción, prueba, etc. Por lo tanto, resulta esencial prestar atención a los planes, las especificaciones y los diseños de los artefactos para identificar la carga política y moral que transportan las tecnologías resultantes. Ese quantum político y moral se puede perpetuar o reproducir, incluso, a lo largo de las generaciones. En este caso, en particular, se supone, como precondiciones, que las tecnologías poseen un amplio espectro de flexibilidad, plasticidad o elasticidad, en términos materiales, respecto a sus posibilidades de diseño, construcción, implementación, así como también que cuentan con un holgado margen de versatilidad y maleabilidad en relación con sus resultados, efectos o consecuencias. Estas precondiciones son esenciales para que los distintos actores, con interés en ellas, puedan intervenir, con ciertos grados de libertad o autonomía, e imponer sus objetivos, intereses o preferencias exclusivas.

Los puentes bajos sobre las avenidas de Long Island en Nueva York

La decisión sobre el bajo nivel de elevación de los puentes que están sobre las avenidas de Long Island en Nueva York es un caso emblemático que permite ilustrar cómo las tecnologías pueden ser deliberadamente creadas para engrosar el poder y la autoridad de ciertos actores por sobre otros. Winner comenta al respecto que estas estas estructuras arquitectónicas, casi doscientes puentes, fueron diseñados y construidos con la intención premeditada de provocar un efecto social categórico. La obra constructiva estuvo a cargo de Robert Moses, un funcionario público estadounidense, que trabajó principalmente en el área metropolitana de Nueva York, y que se ocupó de construir carreteras, parques, puentes y otras obras públicas en Nueva York, entre la década del ’20 y de los ’60.


El diseño estructural de los puentes reflejaba un sesgo clasista y un prejuicio racial, en tanto beneficiaba el uso del automóvil, por sobre la circulación del transporte público. En efecto, los blancos de las clases ricas y medias acomodadas eran los propietarios de automóviles, con lo cual, podían utilizar y disfrutar libremente de los parques y de las playas de Long Island; mientras que, las personas menos favorecidas y los negros, que normalmente usaban el transporte público, eran a quienes se les vetaba el acceso a esas zonas porque los autobuses no podían transitar por los puentes de baja altura. Winner aclara que, si no prestamos atención a los diseños y planes de los artefactos, tal como sucede en este caso con los puentes bajos, entonces permaneceremos ciegos ante los efectos políticos (y morales) que pueden ocasionar las tecnologías, y que, tal como ocurre en este proyecto, se cifra en un condicionamiento del acceso a los grupos sociales más desfavorecidos y minorías raciales. Si no alcanzara con lo anterior, el sesgo de clase y el prejuicio racial se materializan, así, sin más, en el paisaje de la ciudad, y su naturalización se perpetúa, de forma irrefutable, a lo largo del tiempo.

Las disputas alrededor de los productos de software de genética forense

La elección de CODIS, un software para genética forense del FBI, por sobre GENIS, un software nacional, de código abierto, adaptable y auditable, tal como se describe en el artículo escrito por Bruno Massare el 06 de junio de 2017, que se publicó en el diario La Nación, es otra experiencia que permite ejemplificar cómo los artefactos técnicos se impregnan de política. Si bien GENIS comenzó a construirse, a partir de la solicitud de la Sociedad Argentina de Genética Forense (SAGF) y el financiamiento público del Estado, sucedió que el proyecto, con más de dos años desarrollo, fue cancelado por resolución del Ministerio de Seguridad. La decisión de discontinuar con el proyecto supuso una paradoja, porque desde el discurso del gobierno se enfatizaba, en aquel entonces, la búsqueda de la eficiencia gubernamental, del control del gasto público, etc. pero se desestimó un desarrollo de software (construido, probado y operativo) en el que se había invertido, nada más ni nada menos, que siete millones de pesos. En el Ministerio de Seguridad aseguraron que la intención de adoptar CODIS, en todo el país, respondía a que GENIS se encontraba en una instancia de comprobación, de ahí que buscaran que los laboratorios forenses de la Argentina empezaran a trabajar con CODIS. Sin embargo, el presidente de Baufest, la compañía de desarrollo de software, aseguró que el software estaba concluido y productivo. Más aún, GENIS estaba instalado en el Poder Judicial de Entre Ríos y estaba siendo probado en el Laboratorio de Análisis Comparativo de ADN del Poder Judicial de Buenos Aires.


En las disputas alrededor de los productos de software de genética forense, se pueden apreciar algunos elementos centrales de los artefactos (técnicos) como objeto de política. Para empezar, un software es un artefacto, en principio, maleable, flexible, elástico, en cuanto a su diseño, desarrollo e implementación, así como también respecto a sus resultados, consecuencias o efectos. Sin embargo, conviene reparar en los planes de diseño y construcción de ambos productos para observar sus contrastes técnicos. GENIS era un software nacional, de código abierto, ajustable a medida, auditable, cuyos autores estaban disponibles a demanda; CODIS, en cambio, un software cerrado, de caja negra y no auditable de forma pública. El FBI no ofrecía garantías de retención del software y el acuerdo firmado por el Ministerio de Seguridad establecía, entre otras cláusulas que, ante cualquier disputa que surgiera con el producto, se aplicaría la ley de los EE. UU. o del distrito de Columbia. En estas diferencias técnicas se puede advertir cómo los productos se pueden blindar o traslucir, en mayor o menor medida, para protegerse de o exponerse a las acciones políticas de actores locales o foráneos.

Más allá de las características técnicas de los artefactos, estas tecnologías se constituyeron, sobre todo, en vehículos para conseguir distintos fines. GENIS se inscribía en el marco de un proyecto estratégico del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva de la Nación, reafirmaba la capacidad destacada de la Argentina en materia de genética forense, e impulsaba el crecimiento de la industria del conocimiento mediante la generación de empleo implicada en el desarrollo de software nacional. CODIS, por el contrario, se apoyaba en la nueva política de alianza de la Argentina con los EE. UU. La Argentina había firmado, en particular, un acuerdo de cooperación con los EE. UU. para la prevención y el combate contra el crimen grave. Asimismo, el FBI estaba impulsando una política internacional de promoción de uso de su software para establecer un estándar global, con lo cual, había comenzado a ofrecer sublicencias gratuitas de CODIS a otros países. Los defensores de GENIS afirmaban que esa benevolencia desinteresada ocultaba la intención del FBI de apoderarse de los datos que los distintos países adherentes fueran registrando en sus bases de datos. En estas diferencias contextuales se puede comprobar de qué manera las tecnologías se encuentran insondablemente enraizadas en los entornos políticos contemporáneos y cómo se pueden camuflar intenciones deliberadamente subrepticias en sus diseños o planes constructivos.

Los artefactos (técnicos) como objetos políticos

Los artefactos como objetos políticos consisten en tecnologías inherentemente políticas, es decir, que se encuentran cargadas de política por naturaleza. Se trata de tecnologías que no suelen permitir tanta plasticidad, adaptabilidad o ductilidad (en sus diseños, construcciones o implementaciones, y en sus efectos, resultados o consecuencias). Winner aclara que las propiedades rebeldes, insurgentes o díscolas de estas tecnologías se articulan con determinados patrones, estructuras o esquemas institucionalizados de poder y autoridad. Por lo tanto, los agentes que tengan interés en ellas no pueden disponer fácilmente de determinados grados de discrecionalidad para imponer su voluntad o sus cometidos. Porque lo que sucede es que no existen diseños o planes alternativos que puedan alterar, de forma contundente o profunda, las cualidades políticas de estas tecnologías. A decir verdad, elegir estas tecnologías comporta adoptar ciertos estilos políticos de vida (equitativas, desiguales, democráticas, autoritarias, etc.). Lo que ocurre con estos artefactos, en el fondo, es que se encuentran estrechamente conectados con formatos inalterables, rígidos y específicos de estructuración del poder y la autoridad. Winner explica que estas tecnologías se pueden adecuar, entonces, a dos escenarios distintos: necesariedad y compatibilidad.

En el escenario de necesariedad se supone que un artefacto requiere o necesita un conjunto particular de condiciones sociales y materiales para que pueda funcionar y sostenerse en el tiempo. A modo de ilustración, una central nuclear precisa de una elite de técnicos, científicos, industriales, etc., sin esta estructuración social, no se podría contar, en principio, con energía nuclear. Otro ejemplo es el de la bomba atómica. Las propiedades técnicas y operativas de este artefacto técnico exigen que esté bajo el control centralizado de una cadena de mandos jerárquica, blindada y hermética ante cualquier influencia exógena. Eso significa que la necesidad de índole práctica u operativa de este artefacto estructura un orden sociopolítico de carácter (mayormente) autoritario.

En el escenario de compatibilidad, en cambio, se supone que un artefacto es compatible con ciertas condiciones sociales y políticas. En este caso, no aparecen precondiciones de base, sino grados de concordancia o conciliación entre las propiedades o cualidades privativas del artefacto y las características del contexto sociopolitico en el que se inscribe el artefacto. Por ejemplo, las tecnologías de energía solar son más compatibles con una sociedad democrática e igualitaria, en comparación con las tecnologías de energía del carbón, petróleo o nuclear. La energía solar suele ser una forma de energía descentralizable (en su sentido técnico y político), eso supone que tiene más sentido, en realidad, construir distintos paneles solares y distribuirlos geográficamente (descentralización), antes que diseñar grandes centrales productoras monopólicas de energía (centralización).

La organización social alrededor del desarrollo de los ferrocarriles

El desarrollo de los ferrocarriles es un caso de estudio que Winner repone de un trabajo realizado por el historiador empresarial estadounidense, Alfred Chandler, a los fines de ilustrar cómo ciertas tecnologías demandan condiciones sociales, organizativas y materiales particulares para que se puedan desenvolver con eficacia y eficiencia. En ese sentido, la tecnología del ferrocarril permitió agilizar el transporte, sin embargo, el traslado efectivo de pasajeros y objetos, así como el mantenimiento de la infraestructura técnica (locomotoras, vagones, estaciones y otros equipos) precisaba de una organización social específica.


La pequeña empresa familiar tradicional, que era la organización social predominante de aquel entonces, era incapaz de afrontar semejante proyecto sociotécnico. Por lo que se construyó otra organización social alternativa, consistente en una estructura organizativa centralizada, jerárquica y burocrática, compuesta básicamente de supervisores especializados que controlaran el funcionamiento de las distintas actividades operativas del ferrocarril en un espacio geográfico extenso y ejecutivos de rango alto y medio (mandos medios) que dirigieran, coordinaran y controlaran el trabajo de esos supervisores especializados. De esa forma, según lo que expone Chandler, surgieron las primeras jerarquías administrativas de la empresa norteamericana.

La política en el sistema operativo Huayra del Programa Conectar Igualdad

El desarrollo de Huayra, un sistema operativo basado en el software libre, para las computadoras del Programa Conectar Igualdad, se presentó como alternativa al sistema operativo Windows de Microsoft, tal como se describe en el artículo escrito por Cintia Perazo el 29 de enero de 2013, que se publicó en el diario La Nación, y constituye otra experiencia que permite corroborar cómo se desarrollan artefactos técnicos para que sean mucho más compatibles con ciertas condiciones sociopolíticas. En principio, es importante aclarar que el Programa Conectar Igualdad fue una iniciativa de gobierno, que se implementó en Argentina, en el año 2010, que estuvo dirigido a entregar netbooks a estudiantes y docentes de educación secundaria de escuela pública, educación especial y de institutos de formación docente.


Tal como comenta Javier Castrillo, impulsor del sistema operativo Huayra, junto con su equipo de trabajo, ‘contar con el software de una empresa es como comprar un automóvil con el capó soldado’. Desde esa premisa, era indispensable contar con un software propio, en este caso, un sistema operativo, para no depender así de ninguna corporación (es decir, de sus intereses económicos, de sus intenciones políticas, de sus tiempos, de sus limitaciones y restricciones, etc.). Castrillo explica que, con un software propietario, estaban condicionados para desarrollar, por ejemplo, un procesador de texto para las comunidades aborígenes o para adaptar una placa de red al servicio de determinas zonas geográficas. Se decidió, entonces, desarrollar un sistema operativo libre y gratuito, que fuese mucho más acorde a las necesidades concretas de la comunidad educativa local y apostar, así, a la soberanía tecnológica y al sostenimiento de la identidad nacional. De esa forma, Huayra trajo consigo distintas ventajas. Por ejemplo, se trató de un sistema operativo que funcionaba adecuadamente en máquinas antiguas, o incluyó productos de software de animación, edición de fotos, programación, robótica, entre otros, que, si hubiese sido necesario comprarlos de forma particular, hubiesen sido costosos. Sin embargo, el principal obstáculo que hubo que afrontar fue la compatibilidad con el hardware que integraban las netbooks del Programa Conectar Igualdad. Ese hardware correspondía a diez fabricantes distintos, con lo cual, hubo que trabajar bastante para que el sistema operativo funcionara en los distintos equipos.

Para concluir, te propongo que visualices los siguientes trailers e indiques si se trata de tecnologías como objeto de política, objetos políticos (o mezcla de ambos enfoques), según los alcances descriptos por Langdon Winner en su artículo y que, en cualquier caso, expliques cuáles son los respectivos efectos sociopolíticos de estas tecnologías contemporáneas.

The Social Dilemma (El Dilema de las Redes Sociales)


The Great Hack (Nada es Privado)


Coded Bias (Sesgo Codificado)


Fuentes:

· "Do Artifacts Have Politics?" (1983), en: D. MacKenzie et al. (eds.), The Social Shaping of Technology, Philadelphia: Open University Press, 1985.

· Massare, B. (06 de junio de 2017). Sigue la polémica por el uso del software de análisis genético del FBI para el registro nacional de violadores. La Nación. https://www.lanacion.com.ar/tecnologia/sigue-la-polemica-por-el-uso-del-software-de-analisis-genetico-del-fbi-para-el-registro-nacional-de-violadores-nid2031010/

· Perazo, C. (29 de enero de 2013). Cómo se desarrolló el Linux de las netbooks educativas. La Nación. https://www.lanacion.com.ar/tecnologia/como-se-desarrollo-el-linux-de-las-netbooks-educativas-nid1549077/

En lo que sigue, les comparto el link a una charla TED TALK a cargo de Evan Barba, profesor asistente en el Programa de Comunicación, Cultura y Tecnología de la Universidad de Georgetown, y profesor afiliado en el Departamento de Ciencias de la Computación y el Programa de Aprendizaje y Diseño. Es codirector del Technology Design Studio de CCT, un espacio de diseño colaborativo donde los estudiantes y profesores trabajan juntos para desarrollar nuevas ideas. En esta charla, Evan Barba describe cómo las tecnologías cotidianas moldean a nuestra sociedad de manera intencional y accidental, sobre la base de la propuesta del artículo de Langdon Winner (si el link no llegase temporalmente a funcionar, pueden buscar el discurso en Youtube con las expresiones clave “Evan Barba” y “Why we need to understand the politics inherent in technology”). Les sugiero colocar los subtítulos en español en Youtube.